Me hago un mate con las últimas migajas del día. Corro de mis ojos el pdf que leo, y tomo apuntes. Siempre nos gustaría todo sea de otra forma.
Pocas veces corrijo los errores ortográficos al empezar. Intento ser cauteloso, ver por dónde vamos, tantear cuán lejos estamos de donde quisiera que estemos. Para esto último alcanza en varias ocasiones con solo mirar la hoja, el párrafo. Entonces me fijo, fijo y fijo por dónde empezar. Si ya es un logro que esté escribiendo solo, autonomamente, con alegría... entonces me guardo las correcciones para después, y me detengo sobre otros estamentos de esa escritura.
Después, cuando ya es después, trato de concentrarme en una palabra si las que están mal escritas son muchas, o en la concurrencia de una confusión. Si la situación me lo permite, si estamos tranquilos, entonces trato de acercar una explicación sobre el por qué de ese error. Por ejemplo, una práctica pedagógica desafortunada sostiene que en español pueden diferenciarse fonéticamente b y v, cuando en verdad no es así, como en tantos otros de nuestros fonemas. Además de errónea, esa suposición piensa la escritura en continuidad con la oralidad, y sin embargo la ruptura entre oralidad y escritura es el aspecto más rico de la enseñanza ortográfica en el aula: la ortografía es una buena instancia para entender, adultos y pequeños, que la escritura es una tecnología diferente al habla. No solo en términos fonéticos, sino también psiquícos, culturales, simbólicos...
De manera que si podemos, con el pizarrón a mano, colocando varios ejemplos, mirando la repetición -la lengua, sí, es un sistema-, invitando a reflexionar.
Hay otros estudiantes que pueden tomar más correcciones. Entonces las voy dejando con un color distinto, pero no el rojo porque tampoco voy a ser tan tonto, cada término a un costado. Dejo para lo último, cuando estamos en más confianza, las tildes.
Y dentro de esas escalas improvisadas en el aula al corregir las hojas, una gama de posibilidades. Niñas que se molestan por el señalamiento de los errores, por más tacto con que la operación se haga, e insisten en volver a pasar todo: entonces toca insistir en que a la escuela venimos a aprender, porque si ya supiéramos todo entonces qué chiste. Niños que me preguntan, sabiendo que puedo estarme guardando algo, ¿está todo bien escrito, seguro profe? Niños que cuentan cuántos errores tienen, o que sabían se escribía de otro modo pero dudaron a último momentos. Una niña que logró colocar las tildes a los verbos conjugados en tercera persona singular del pretérito imperfecto, pero se le olvidó en dos o tres de la hoja. Me quedo tranquilo porque ya lo sabes, le digo.
La lengua admite distintos grados de interiorización dentro suyo. El denso bosque de la comprensión lectora y la escritura así nos lo muestran. Esto quiere decir que podemos quedarnos en las orillas, o podemos entrar en su murmuraje incesante. La escuela no puede ser por sí sola el sitio donde lleguemos a cartografiar toda la lengua. Niños y adultos deberemos explorarla a solas, por nuestra cuenta, las veces que sea necesaria hasta adquirir confianza, ciudadanía, costumbre en ella. Mientras tanto podemos mostrar líneas de acceso, visajes, pasajes. Custodias también, como si ayudasemos a recién llegados a conocer qué se suele hacer aquí.
No se buscan ni se pretenden tips o protocolos. Cada aula merecerá sus tanteos, y cada hoja a veces nos impone un ahora cómo hago. Pero como se verá, tantísimo tacto se vincula a una degradación amplia de nuestros vínculos con el saber. En sus discursos acerca de su desempeño, oigo en los niños últimamente mucha cristalización (un "eso yo no lo sé hacer" al que intento responder con un "para eso estamos acá"), acompañada de disgusto ante cualquier intento de enseñar algo: corregir es una manera de enseñar. "¡No!", "¡ah, dejá nomás!", hacer un bollo con la hoja y ya. Entonces, aunque estemos en el último año de la escolaridad primaria, debo ponerme a esperar a que las espumas bajen, las confianzas lleguen, para intentar enseñar algo, pudiendo incluso que el intento se pierda en el entremedio. Esto último, el carácter fragmentado y meticuloso que tiene una práctica de corrección llevada adelante así, se vincula al descuido que hemos sufrido escuelas, seños y niños en cualquier orden de esa fórmula en que querramos pensarlo.
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Hoy leímos con ambos sextos sendos relatos de Edgar Allan Poe. Hace unas semanas tuvimos un desencuentro entre su ánimo y mi propuesta, por lo cual la semana pasada fui sin muchos planes a preguntarles qué estaban dando en Lengua, qué les gustaría que hiciéramos, qué dudas tenían y así. Ahí acordamos trabajar cuentos de terror, de modo que ese día les fui tirando títulos de los relatos que conozco del género para que ellos elijan sobre cuales escribir. Entre esos títulos estaban los que hoy leímos, "El gato negro" y "El corazón delator".
Mientras hablaba acerca de Poe una nena quiso anotar los años en que vivió. Otro me preguntó qué significa "titubear", y otro cuestionó la forma en que se escribía el terror en esa época. Me pidió que otro día les lleve uno contemporáneo para ver qué pasa. Como los relatos son algo más largo que lo que acostumbran a leer en su grado, decidí saliéramos afuera a leerlos y llevásemos una hoja sobre la que dibujar mientras leía. Hubo momentos de clara, simple y profunda escucha en ambas rondas, y también pude llevarme para mí todos los vínculos y relaciones que entre esos dos relatos puede haber: no me acordaba del ojo del gato y su maullido delator, tan parecido al ojo de buey -la traducción es de Cortázar- del viejo cuyo corazón hace que confiese el crimen. Son mucho más similares de lo que recordaba.
Tomamos un apunte sobre lo que leímos y ya está. Como cada semana solemos escribir cuentos y poemas, me pareció muy bien esta semana no escribiéramos. Tomo estos apuntes por mi parte porque en unas semanas será en las escuelas la Maratón de lectura y asistiremos una vez más a la espectacularización de la lectura y su demostración casi como si de una destreza física se tratara. Una manera de "acompañar" la lectura bastante lejana a la lectura. Me quedo en cambio con cuanta simpleza y sencillez puede haber en una exploración de lectura acompañada, construida sobre acuerdos previos, habilitando una escucha de por medio. Sin grandes expectativas, centrada en lo que hoy leeremos, poniendo en primer lugar esa experiencia y abriendo a los niños a todo eso tan entramado que la lectura de literatura tiene consigo. Abriendo pasajes por la extrañeza, sin la cual ninguna lectura literaria es posible. Cuando leemos cuentos no entendemos todo, y sin embargo entendemos de otro modo, Ahí hay algo poderoso de leer literatura que siento muchas veces fallamos en transmitir.
Por eso cuando la alharaca maratónica pase las aulas podrán, podremos, sostener los caminos lectores que con más sencillez y a la sombra podamos tener. Para leer esos cuentos, de hecho, una decisión didáctica que tomé fue alejarnos del edificio escolar que con su mucho ruido no permite llegar al fondo del pozo. Nos fuimos lejos de allí, y acordamos que el recreo suyo se los empezaría a contar desde cuando termine de leer el cuento. De todos modos una profe llegó hasta allá para preguntar quién baila chacarera en el acto del viernes.
Lagunas de silencio material, cúmulos de escucha, presencia física, continuidad, disponibilidad poética y cuentos, poemas y novelas que nos importen, nos parezcan preciados de ser abiertos delante de otros. Confianza, también, por qué no.