Me lleva tiempo achicar cada deseo, pero lo disfruto. Me toma días y días mientras las ideas, siempre las ideas, se hacen más pequeñas. No es una tarea dolorosa, tampoco se vincula a la renuncia ni al castigo. Creo que es una tarea relacionada, aunque suene contradictorio, con el deseo. O con algo más profundo que él y su señorío a lo que podríamos llamar cuidado, bienestar, presencia, no sé. Toda esa cáscara material sin la que la vida no sucede en la vida.
Experimento la sensación con grandes y pequeños planes. Está conmigo cada jornada, mostrándose en diferentes facetas. Todo deseo puede ser más pequeño, sin por ello dejar de ser profundo ni grandioso. Sus efectos, su sitio en mi vida, quiero decir, pueden ser igual de maravillosos que antes, cuando lo creía todopoderoso. En cambio cuando sé de la debilidad del deseo, la maravilla no se pierde pero gano espacio, tiempo, tranquilidad en sus alrededores.
No se trata tampoco de una tarea que realice únicamente para mí. De veras creo que el mundo precisa deseos y planes más pequeños, palmas de la mano. Empequeñecer cada deseo para que no rompa nuestras vidas, para que quepa en ellas tal y como son. Nuestras vidas son territorios, siglos magníficos que no precisan resquebrajarse para que sucedan nuestros planes. Y hay belleza, todavía hay belleza, cuando las alharacas que armamos alrededor de nuestros planes-deseos van cayendo y queda algo más a mano. Que sea vivible lo hace aún más bello.
Otras veces se trata, claro, también, de renuncias, de decisiones. Tomar una decisión clara, un ejercicio de voluntad, acerca de los caminos que no transitaremos. ¿A qué puedo renunciar en este tiempo? Porque evidentemente nuestro mundo precisa más liviandad, si a veces parece que no cupiera en él otro alfiler. Hacernos lugar en el mundo no quiere decir correr a los demás y plantarnos sino despejar el sitio que ya ocupamos para decidirnos a pasar, de una vez por todas, allí el resto de nuestras vidas que son siempre toda la vida, todas las vidas.
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