La vida no puede cuidarse. Ocurre de maneras tangibles, pero imprecisas. Se arraiga profundamente, pero en demasiadas extensiones, lenguas y oficios como para poder encontrarla donde la dejamos. Podemos sentirla, pero está hecha de lo que no vemos cómo el interior de nuestras gargantas, las cáscaras del huevo, el terciopelo debajo de nuestra piel.
No hay manera, por más laboriosas y tercas que nos empeñemos, de labrar sobre geografía muda y gigante, sobre un mapamundi que se diluye entre los cajones de cómoda. Nos quedamos dormidas media vida, ¿qué vigilia sería suficiente?
La vida no puede cuidarse, puede sostenerse, puede atravesarse, puede observarse. Puede que cada una de esas tareas nos arroje cuidado a cambio, pero también puede que no, que no hayamos sabido nunca cómo era. Quiero estar aquí, pero no quiero que ese deseo me haga temer. Quiero estar aquí, pero no quiero temblar ante el más allá. Quiero los pasos vaporosos, los rocíos persistentes, las noches en el tenue instrumento -la metáfora es de Borges- de nuestros ojos.
Quiero un aquí donde los cuidados se hayan hecho vivencia, pasen a ese idioma secreto y murmurante con que los días atraviesan nuestras calesitas.
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