Me llené de mocos. No deben haber aparecido mágicamente, pero los noté con claridad el viernes a la tarde, en el exacto compás en que acababa de realizar los compromisos de mi semana. Pensaba que no les había dado importancia, pero se ve que sí, que me habían puesto a la defensiva y mi cuerpo aflojaba ahora sus costuras. Me llené de mocos, me duele la cabeza de a ratos, me cuesta dormir. Ajá. Entonces, entonces... ¿cómo era? A veces me molesta enfermarme. Me da una rabiecita infantil, ¿por qué si yo me cuido? Desde que empezó el otoño tomo el propóleo cada mañana. Desde que tomé conciencia, las verduras que preparo son las que trae la Clau, o las que traían Ceci y Nico, rositas agroecológicas: no confiaría nunca tanto en una etiqueta de organicidad como el criterio y la voluntad humana de estas personas de mi comunidad. Entonces, ¿cómo era? Intento quedarme en casa cada vez que me siento cansado. Regulo, regulo, regulo. Pretendo no olvidarme de caminar. Oír mis emociones. Decirles lo que me pasa. Escribir lo que no entiendo de mí y el mundo. Tomar el mate con cúrcuma, jengibre, té verde, granitos molidos de pimienta. Pero igual me lleno de mocos, y me enfado un poco. ¿Entonces cómo era? Pero al rato me doy cuenta. Claro, claro, ¿por qué no podría enfermarme? Me detengo entonces, y los mocos ayudan un montón a detenerse, y vuelvo a mirar mis cuidados y mis enfermedades. ¿Cómo era? ¿A dónde quería ir con todo esto? Aunque me olvide de a ratos, puedo por fortuna acordarme que no tomo el propóleo cada mañana ni la miel hermosa del Nico Indelángelo ni las harinas preciosas que pesa y comercia mí amada Fer Álvarez para no enfermarme nunca, para tener inmunidad al mundo, para correrme cual burbuja, cuál torre, cual cristal de la vida que me rodea. No, no Kevin... Era para estar en esa vida, para estar plenamente en esa vida que mueles la pimienta con la cúrcuma en el termo y ahora mismo esperas que se te pase a manzanillas, tinturas y aguas antes de recurrir a un antibiótico. Si en mi ciudad habemos tantos y tantas muquientas y muquientos, si hace tanto frío, si partículas deshechas del dolor y los males de este mundo compartimos en el aire que respiramos, ¿entonces por qué no yo compartir esa enfermedad, hacer mi parte, tomar mi lugar, ser parte? Me doy cuenta entonces de la tontería de creernos en muchas ocasiones distintos por el cuidado que intentamos construir. No, no, nunca somos por suerte tan distintos. Y como muchos dijeron hace unos años y debemos seguir oyendo y reflexionando, hay una buena parte de la inmunidad que es común, pública, comunitaria. No individual. Y podríamos decir en lugar de inmunidad otros términos... Certezas comunes, ladrillitos compartidos, cuidados profundos, sentidos repartidos... Hace una década atrás, más o menos me parece, en nuestra ciudad, en nuestra comunidad como en otras y otras comenzó a practicarse un cuidado autogestionado, una crítica a los modos hegemónicos de estar bien, una fuga a prácticas diferentes de la salud. Ha sido y sigue siendo un recorrido hermoso del que somos tantos aprendices como participes. Mis partes favoritas son cuando habilitamos la duda, la pregunta, la posibilidad. Mis partes poco preferidas, cuando recurrimos a la velocidad, la rigidez, el olvido de los demás o la aparente superioridad. Así y todo este genuino recurrido, esta genuina búsqueda ha sido anterior a la crisis planetaria de los cuidados que marcó la enfermedad y el aislamiento social y ha hecho mucho por regresar la vida al centro. Ahora mismo atestiguo esos aprendizajes cuando puedo sentir dónde están mis mocos, qué me dicen de mí y este invierno. Ahora mismo cuando vuelvo a firmar, con mocos y todo, los tratados de paz, amor y buena voluntad con mi cuerpo, pieza preciosa de la existencia.
domingo, 6 de julio de 2025
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