Acerca de Pará de contar de Daniel Godoy. Paraná. La Ventana ediciones. 2025. Con una foto balcón florido del libro tomada por Gretel, su editora, y dos postales de la primer helada de este año tomadas por Glenda. La helada vino a nosotros justo, justo el día de hoy.
Pongo
el título y me acuerdo, claro que me acuerdo, de la “Canción final” que cierra
la poesía de Jaime Gil de Biedma en un gesto tanto de asunción como de rechazo
a la propia escritura: “Las rosas de papel no son verdad / y queman / lo mismo
que una frente pensativa / o el tacto de una lámina de hielo”. Suelo preferir la
atención concentrada sobre lo que tenemos con nosotros, el libro recién
llegado, el establecimiento de algunas relaciones que esa obra comparte con la
biblioteca y las preguntas, por supuesto, las preguntas que el presente de esa
escritura, la presencia de esa escritura en nuestro presente provoca. Sin
embargo, la alusión a “rosas caseras” que Daniela despliega a poco de comenzar Pará de contar (La Ventana, 2025) trae
hacia mí esa imagen lejana en el tiempo y el espacio, las rosas de Jaime Gil de
Biedma. Porque, ¿qué sería una rosa casera? (La otra alusión que está aquí es
el pan casero, claro, que sabemos mejor de qué se trata). Las rosas de papel no
son verdad y queman… ¿éstas si? Las rosas caseras son caseras en este libro
porque provienen de la propia casa, rosas domésticas, hogareñas, utilizadas
para una tarea de entrecasa:
“Corté
flores de un rosal que él cuidaba; cuando las puse en el cajón arriba del
cuerpo de mi padre tenían el perfume de las rosas caseras. La lluvia había
dejado gotas frías en los pétalos”.
Rosas caseras. Si rebusco en mi léxico no sé si es un pleonasmo o un oxímoron. El pleonasmo, la saturación innecesaria de un sentido: no es necesario aclarar que la rosa es casera, pero igual se aclara. El oxímoron, la convivencia armónica de elementos contradictorios: las rosas no pueden ser caseras, como el pan, pero igual se dice que son. No, claro, no es lo uno ni lo otro. La metonimia, el desplazamiento delicado de un sentido, de partes de un sentido, a otro, sin llegar a hacer metáfora. Pero también, la pregunta. ¿Puede una rosa natural, una rosa que no es de papel, una rosa que es verdad, ser casera? ¿Qué haría más o menos casera a una rosa? Aquí la rosa es casera por pertenecer a un rosal del propio hogar, por no venir de fuera, como esas tantísimas flores que aparecen, cultivadas quién sabe dónde y cómo, cuando alguien muere y que, aunque no son plástico ni papel, de todos modos son artificiales. Porque entonces, ¿cómo? ¿Puede lo que está vivo también ser artificial? ¿Puede ser la vida más o menos casera, más o menos artificial? Ese es el tema de este libro. El tema de una colección en prosa de recuerdos, anotaciones del presente, registros del proceso de escritura. Y también, asociaciones que suceden entre esos recuerdos, este presente y ese proceso.
En esa línea, me resulta agradable que los recuerdos no remitan solamente a la infancia. Si bien la infancia elige el título del libro (la frase proviene, nos vamos a enterar al final, de un recuerdo de infancia), selecciona la ilustración de tapa, abre el libro y ocupa buena parte de él, no es omnipresente ni omnisciente. Esa infancia se sabe menoscabada por el paso del tiempo, por un lado, y por otro se sabe en transformación por el propio presente del que no pocos sucesos también se nos relatan. A su vez, los recuerdos provienen tanto de aquel entonces como de hace pocos años. Un corte amoroso reciente, y decimos reciente pero en verdad no hay fechas aquí, marca por ejemplo un arco temporal más cercano que tiene sitio junto a otros: cuando acompañé a, cuando conocí el, cuando trabajé en. Hay superposición y continuidad de tiempos, no clausura. Me agrada ese gesto porque en la recordación cercana y presente hay una pregunta por la vida que estamos viviendo:
“Pasé
casi tres años acá. En el primero apenas salí. Armé un rincón luminoso, compré
un sillón negro y me tiraba a leer en él. Tenía el balcón lleno de flores.
Del
segundo año no tengo demasiado registro. Vino muy poca gente.
Después
dejé de interesarme por los arreglos y el orden. Utilizo poco el sillón. No hay
flores en el balcón, el gato del vecino usa las macetas como baño. Pero es tan
lindo el gato que no me enoja su actitud”.
Puesto en serie con los demás recuerdos, este episodio permite mirar el presente a trasluz, con preguntas que provienen de otros tiempos. Las macetas siguen el hilo de los árboles del campo, y el gato, claro, el de los caballos. Quiero decir. Los recuerdos permiten hilar lo que permanece vivo, lo que es casero y lo que no. Los recuerdos funcionan entonces como un tamiz que nos permite encontrar qué está vivo acá, mirar un departamento pensando en una casa, y entonces saber qué es una casa por preguntarnos cómo era una casa, cómo podría ser, qué era enamorarse, cómo esperamos que sea, cómo es el frío, cómo era. Esa actitud se corre de la evocación, figura que ha hecho mal leer tantos libros de recuerdos escritos en nuestra provincia donde, efectivamente, el recuerdo constituye una poética de vivaz pervivencia temática: la edición de este libro por estos días, la insistencia del gesto de una autora que vuelve sobre una infancia para contarla y al contarla, provoca un desfasaje entre tiempos, términos y procesos, da cuenta de ello. Tal como sucede con Niños (2005) de Selva Almada, su relato en dupla entre el yo y el Niño Valor que hace novela breve para dar comienzo a una narrativa (¿por qué tenía que ser ese su primer relato extenso, por qué su pasaje de la poesía a la narración iba a tener que pasar, justamente, por ahí?); o como pasa en el precioso poemario Como una luz los patios (2019) de Camila Cirigliano, antes Lisandro Gallo, donde recuerdos, jardines y pueblo se confunden con otros amores, otros jardines y otras temporalidades del presente: en ese poemario unas bolsas de plástico repletas de frutillas reponen las huertas de la infancia, sin dramas, con alegría. Estas situaciones en el presente nos permiten encontrar la reescritura del recuerdo como una reescritura del territorio y la temporalidad de nuestros campos y ciudades: “una ciudad extraña”, dice el Manu Podestá en Valiant (2011) respecto a la misma ciudad en que Daniela vive e intenta rearmar el amor ante un angelito de fuente de plaza (será la del Bombero, ¿no?). Quiérase o no, lo que allí podemos leer críticamente es la vuelta sobre un procedimiento, el tratamiento formal de los recuerdos, que desde Mastronardi hasta aquí hace pie en la literatura provincial, la que ahora estudio, y desde la que leo estas memorias de adultez, estas memorias en presente. Pienso, claro, en el tratamiento del recuerdo en la poesía de Juan Manuel Alfaro o Elio Leyes, en la narrativa de Emma de Cartossio, en la prosa de Reinaldo Ross. Libros que buscan hacer archivo desde el yo, y en ese intento provocan, ellos también, desplazamientos y transformaciones de esos recuerdos que, por suerte, se salen del lamento para interrogar a la vida por su condición de vida.
Porque, claro, las rosas
artificiales pueden confundirse con las caseras. Las rosas sin recuerdos pueden
hacernos creer que son lo mismo que estas, con recuerdos. Pero no, hay una
diferencia sutil que la escritura trata de apuntar. Ese es el verdadero debe y
haber de esta libreta de almacenero, porque los recuerdos son la vida, como el
pan, que hicimos con nuestras propias manos. Como aquí se dice varias veces
sobre la escarcha, como se tiene en cuenta sobre los síntomas provocados por la
angustia, como se observa en la espera del amor, como se anota en la
insistencia de lo que nos acordamos (una fecha, un episodio, una frase, un
detalle): las rosas de papel, los textos, no son verdad y queman, lo mismo
queman.
*
Como verán, solo me concentré en dos recuerdos, dos episodios de los muchos que el libro recorta para nosotros. Quizás tendría que haberles mostrado más cómo el libro hace este mismo procedimiento que traté de señalar en muchos otros momentos o cómo las rosas conviven con otras flores y otras intenciones en esas flores a través de los textos. Sin embargo, me alcanza con que sepan que estas ideas se sostienen como reflexión luego de lo que el libro en sí hace y que la invitación es a recorrerlo. También que cuando escribo sobre libros recientes y cercanos, acá que más o menos nos conocemos todos, trato de evitar la primera persona para que la distancia nos permita mirar mejor. Acá en cambio me salió en primera, y eso también tómenlo como un efecto de la lectura.