domingo, 6 de julio de 2025

me llené de mocos

Me llené de mocos. No deben haber aparecido mágicamente, pero los noté con claridad el viernes a la tarde, en el exacto compás en que acababa de realizar los compromisos de mi semana. Pensaba que no les había dado importancia, pero se ve que sí, que me habían puesto a la defensiva y mi cuerpo aflojaba ahora sus costuras. Me llené de mocos, me duele la cabeza de a ratos, me cuesta dormir. Ajá. Entonces, entonces... ¿cómo era? A veces me molesta enfermarme. Me da una rabiecita infantil, ¿por qué si yo me cuido? Desde que empezó el otoño tomo el propóleo cada mañana. Desde que tomé conciencia, las verduras que preparo son las que trae la Clau, o las que traían Ceci y Nico, rositas agroecológicas: no confiaría nunca tanto en una etiqueta de organicidad como el criterio y la voluntad humana de estas personas de mi comunidad. Entonces, ¿cómo era? Intento quedarme en casa cada vez que me siento cansado. Regulo, regulo, regulo. Pretendo no olvidarme de caminar. Oír mis emociones. Decirles lo que me pasa. Escribir lo que no entiendo de mí y el mundo. Tomar el mate con cúrcuma, jengibre, té verde, granitos molidos de pimienta. Pero igual me lleno de mocos, y me enfado un poco. ¿Entonces cómo era? Pero al rato me doy cuenta. Claro, claro, ¿por qué no podría enfermarme? Me detengo entonces, y los mocos ayudan un montón a detenerse, y vuelvo a mirar mis cuidados y mis enfermedades. ¿Cómo era? ¿A dónde quería ir con todo esto? Aunque me olvide de a ratos, puedo por fortuna acordarme que no tomo el propóleo cada mañana ni la miel hermosa del Nico Indelángelo ni las harinas preciosas que pesa y comercia mí amada Fer Álvarez para no enfermarme nunca, para tener inmunidad al mundo, para correrme cual burbuja, cuál torre, cual cristal de la vida que me rodea. No, no Kevin... Era para estar en esa vida, para estar plenamente en esa vida que mueles la pimienta con la cúrcuma en el termo y ahora mismo esperas que se te pase a manzanillas, tinturas y aguas antes de recurrir a un antibiótico. Si en mi ciudad habemos tantos y tantas muquientas y muquientos, si hace tanto frío, si partículas deshechas del dolor y los males de este mundo compartimos en el aire que respiramos, ¿entonces por qué no yo compartir esa enfermedad, hacer mi parte, tomar mi lugar, ser parte? Me doy cuenta entonces de la tontería de creernos en muchas ocasiones distintos por el cuidado que intentamos construir. No, no, nunca somos por suerte tan distintos. Y como muchos dijeron hace unos años y debemos seguir oyendo y reflexionando, hay una buena parte de la inmunidad que es común, pública, comunitaria. No individual. Y podríamos decir en lugar de inmunidad otros términos... Certezas comunes, ladrillitos compartidos, cuidados profundos, sentidos repartidos... Hace una década atrás, más o menos me parece, en nuestra ciudad, en nuestra comunidad como en otras y otras comenzó a practicarse un cuidado autogestionado, una crítica a los modos hegemónicos de estar bien, una fuga a prácticas diferentes de la salud. Ha sido y sigue siendo un recorrido hermoso del que somos tantos aprendices como participes. Mis partes favoritas son cuando habilitamos la duda, la pregunta, la posibilidad. Mis partes poco preferidas, cuando recurrimos a la velocidad, la rigidez, el olvido de los demás o la aparente superioridad. Así y todo este genuino recurrido, esta genuina búsqueda ha sido anterior a la crisis planetaria de los cuidados que marcó la enfermedad y el aislamiento social y ha hecho mucho por regresar la vida al centro. Ahora mismo atestiguo esos aprendizajes cuando puedo sentir dónde están mis mocos, qué me dicen de mí y este invierno. Ahora mismo cuando vuelvo a firmar, con mocos y todo, los tratados de paz, amor y buena voluntad con mi cuerpo, pieza preciosa de la existencia.



lunes, 30 de junio de 2025

diario del lunes


No tendríamos que pensar con el diario del lunes. En general hace mal y arroja intuiciones inexactas. Pero esta fue para mí la noticia del día. Una tarde atrás me quede prendado al atardecer de Teherán con sus calles abarrotadas de ciudadanos huyendo. Otra enganchado a la conflictividad social de una sentencia judicial. Hoy al amanecer helado de Paraná con la primer muerte por frío del invierno. 

A lo largo del día me acuerdo de las épocas donde en Casa Solidaria o en Puentes algunos militantes sociales aprendíamos de otros qué era esto de la "situación de calle". En Paraná, Casa Solidaria fue de las primeras organizaciones comunitarias que comenzó a usar ese término entonces defendido y debatido, a su vez, por otras organizaciones en las ciudades centrales del país. En aquel entonces no había refugios en forma regular ni la situación era entendida por autoridades y vecinos como un problema, un presente, algo tangible a nuestro alrededor. Se desconocía, se pensaba superficialmente o se desentendía del tema. De entonces ahora los refugios existen, a la par que las personas en situación de calle han ido creciendo exponencialmente. No solo es la crisis económica, sino también la crisis de los cuidados y la salud mental, por supuesto. Hay más refugios, hay un debate un poco más amplio y hay más actores sociales genuinamente involucrados en la problemática.

Sin embargo, la muerte de una persona en situación de calle nos hace dudar de cuánto hayamos podido transitar en esta década como ciudad. Cuando el titular estalla se reclaman refugios y "medidas", dios sepa qué medidas. ¿Qué se imagina cuando se pide que se haga algo? ¿Cómo creemos que se hace para que una persona no esté en la calle? Como cuando pedimos a los gritos que alfabeticen a un niño, ¿cómo creemos que se da tiempo a un proceso? A veces al pensar sobre estas necesidades nos volvemos ilusos y pedimos intervenciones rápidas, ligeras, superficiales. 

Los refugios existen. No así necesariamente las condiciones para que esos espacios sean habitados. Como aprendimos en Casa Solidaria, en Puentes y en tantas otras experiencias señeras: las personas no terminan en la calle azarosamente, la situación de calle no es un problema habitacional. Sin desconocer los límites materiales del conflicto, ¿qué caraj* estamos entendiendo por humano al creer que alguien duerme en la calle nomás porque no hay camas en un refugio o una guardia civil? 

El cuidado posee raíces más profundas y una lentitud mayor que una cama y acolchado. Esos podemos hacerlos rápido en la Escuela Normal, la Catedral o Defensa Civil siguiendo las imaginaciones de varios vecinos y vecinas en esta jornada. No, no es eso. Se trata de la trama comunitaria, la salud comunitaria, la escucha comunitaria... que no se hace tan fácilmente. Podríamos probar trocar nuestros reclamos de hoy, en vez de por más refugios, por más financiamiento para Red Puentes, más psicológos, talleristas y cuidadores para el Refugio municipal o la Secretaría de DDHH local. ¿Pero los habrá? ¿Nos habremos preocupado de formarlos en los últimos años? ¿O en qué habremos estado pensando? Desde la práctica de un psicoanálisis individualista y clasista a la falta de territorialidad problematizada de la extensión universitaria; desde el poco cuidado de sí mismo y los demás al decaimiento de las instituciones clásicas de cuidado y acompañamiento a las familias como el hospital y la escuela. Una comunidad no es un titular, es una trama. 

Ajá. Estoy tirando la pelota bastante lejos. Pero en eso pienso hoy. La construcción de un cuidado común no la vamos a poder hacer rápido porque hace frío y la gente se muere en la calle. No, no va a ser tan fácil aunque quisieramos. ¿Qué prevención podemos empezar a imaginar? ¿Qué cobijas más hondas? Cuando se trabaja con personas en situación de calle a veces se ayuda a cronificar la situación, nomás a que la persona aguante más. Otras se acompaña, se testifica, se aprende. Otras se haya un márgen para transformar, retomar, empezar. Pero ahí, en todos esos casos, se trabaja en el límite. 

Como cuando retamos a un niño me pregunto, ¿qué pusimos antes del límite? ¿Qué construimos como adentro de ese límite? Tendemos demasiado a mirar los contornos, pero no los continentes.... Bueno, en algún momento habremos de empezar. Quiero decir, solo la crueldad es veloz. La ternura en cambio necesita mucho, muchísimo tiempo más.

sábado, 28 de junio de 2025

papel glacé


 

La cámara nos muestra un vehículo atravesando el camino y, acto seguido, a Shunko, nuestro protagonista indirecto, el sujeto pedagógico del film, la novela y la historia nacional, mirando hacia los costados con extrañeza, extrañeza quizás por ver a sus coterráneos afanarse en distintas tareas de desmalezado y construcción que efusivamente han comenzado durante su ausencia. No sabemos todavía qué busca, aunque enseguida lo aprenderemos a escena siguiente. Su mirada se confunde en el movimiento desatado. Vuelto de la ciudad al paraje, los habitantes han decidido construir una escuela. No un hospital, donde Shunko acaba de necesitar permanecer, sino una escuela que sus padres anotician al maestro harán mancomunados. La película pone en serie el accidente de Shunko, su internación y la decisión de hacer una escuela. Ese hilado constituye un punto de inflexión que vuelve sobre las primeras imágenes donde la película asienta su potencia: el algarrobo y los bancos en una atmósfera que las tomas coquetean con presentar a la manera de un desierto. La película trabaja fuertemente sobre una idea clave en nuestra historia educativa: la escuela es un plan, una ilusión tantas veces previa a su edificación, la formación de los maestros o la existencia plena de la nación. En ese sentido, como niño-nombre, niño-título de la historia, la internación de Shunko y la decisión de levantar la escuela comunicada por sus padres al maestro son un mismo giro. En esa escuela aún no construida, en el sitio donde se levantará, en el proyecto pedagógico, en el corazón de la película, Shunko abraza a su padre. Lo encuentra paleando tierra junto al maestro, cada uno en una dirección contraria, dándose la espalda en el mismo compás. Entonces el niño corre desde arriba de la imagen y abraza a ese hombre que al comienzo hemos conocido como recio y pendenciero, además de pobre. Ese hombre acaricia ahora, tímidamente, la cabeza de su hijo y, mientras, desvía la mirada hacia el maestro. La escena cierra el conflicto abierto por la inscripción forzada del niño a la escuela contra el primer mandato de su padre, pero además de ponerle fin ese argumento, reescribe la letra paterna desviándola. La escena muestra uno de los efectos más poderosos de la educación.

            Shunko (1960) de Lautaro Murúa contiene dentro suyo diferentes tiempos escalonados, en conflicto y búsqueda. La novela de Jorge Ábalos, publicada a fines de los ’40 durante el primer peronismo, recupera y vuelve ficción una experiencia pedagógica de los años ’30 en el interior santiagueño. Una mención que permanece en la filmación a través de los niños “autóctonos” que la película nombra al final en una lista eminentemente escolarizada y, además, en la propia territorialidad sobre la que la cámara se mueve. Si el tiempo de la experiencia se superpone con el de la novela, y el de la novela con el de la película filmada ya en otro contexto y con otras ilusiones, la puja entre el proyecto pedagógico y el interior santiagueño, los tiempos místicos documentados por esa ficción y la propia supervivencia del quechua que la película subtitula hasta nuestros días constituyen otro tiempo, menos fechable que los demás, con el que Shunko trabaja. Ese tiempo otro, acumulado con el de las décadas del siglo XX que mencionábamos tiene también su propia interacción con los proyectos decimonónicos en la trama. La escena de los próceres donde el maestro, el propio director de la película, despliega para los estudiantes los rostros de San Martín, Belgrano y Sarmiento reinscribe en esa temporalidad y en ese territorio el proyecto de educación común sobre el que nuestra identidad nacional descansa. La figura de Sarmiento, una vez como afiche, otra como acto y otra como monolito, da una autoría, un origen, a la fantasía por la cual ese maestro está allí intentando hacer lo que hace: la figura del maestro como quien por su llegada y salida abre y cierra las imágenes acuerda en un todo con el proyecto político-pedagógico de implantación educativa fruto del cual se inventó nuestro sistema educativo. Solo que aquí al volver hacia atrás los tiempos (no olvidemos que el maestro intenta regalar a su sirvienta un despertador), permite recuperar la potencia perdida de ese proyecto. En Shunko la educación común argentina, la escuela pública, vuelve a empezar.

            Tal es así que los guardapolvos, cuando los poseen, no son blancos sino amarronados, color tierra, terracota o quién sabe qué: las imágenes en blanco y negro distinguen entre los suyos y los de sus colegas de generación en la ciudad, niños escolares cuyas pieles, paredes y guardapolvos son distintos. Porque en el film queda claro, a fuerza de los tonos del blanco y el negro, que la educación es un proyecto progresista y modernizador que trae al paraje rudimentos médicos, el castellano como lengua franca, los números como abstracción y la escuela como construcción (todo ello tiene su sitio en la película) pero que también convive con la creencia religiosa local como cosmovisión y explicación del mundo, el quechua como lengua legítima, la colectividad como potencia y la familia como autoridad (todo ello también tiene su sitio en la película). A fuerza de filmar ambas series dentro suyo, la película apacigua los conflictos entre ambas esferas y muestra su convivencia. En ese sentido, la escuela trae un progreso diferente al sitio donde llega. El abrazo de Shunko a su padre se inscribe en la línea de ese progreso.

            Quiero decir, la película liga a través de una serie de operaciones precisas la escuela a la fundación, el aliento o la consolidación de una ternura posible como futuro, implantación y progreso. El abrazo de Shunko a su padre bajo la atenta vigilancia y autorización docente es medular, pero también están el colibrí, la palabra de cariño de un niño a otra niña, el pedido de caramelos, el libro de lectura en la internación, la dulzura de la miel recogida. Estos objetos y gestos sobre los que Shunko se detiene son la marca pedagógica que se elige privilegiar y mostrar como horizonte. Clímax de este procedimiento son las alhajas de papel glacé, cartón o quién sabe qué que decoran parte del velatorio de una de las niñas. La cámara se detiene sobre esas pequeñas ilusiones de papel, un invento escolar, que simulan ser estrellas y colibríes. ¿De dónde habrían sacado el papel para hacerlas? ¿Quién se habrá detenido, ante la trágica muerte de la niña picada, a confeccionarlas? ¿Qué clase de objeto es ese, tan hermoso, sino una tarea escolar?




martes, 10 de junio de 2025

prácticas agroecológicas

Dejé el celular en casa antes de salir, mi práctica agroecológica para no distraerme en el colectivo, la caminata, la clase o la actividad a la que vaya. Mi forma de reencontrar otro tiempo en el tiempo. Antes le había dejado unos audios a la Eva, a la hora que yo sabía estaba en la escuela, pero porque me acordé que no le había contestado y no quería volver a olvidarme. Audios acerca del diente de león, la Eva le había preguntado a google pero también a mí. Nuestra práctica agroecológica de saber. Le dejé audios y ella me mandó uno breve riendo desde la sala de maestros, diciendo quería oírme pero lo haría después cuando volviera. Esa mañana había pensado en mí y por eso le alegraba la coincidencia. Nuestra práctica agroecológica de magia. Yo le dejé mensajito escrito diciendo de qué era el audio y recordé que muchas veces cuando dejo audios a seres queridos les pongo de qué son abajo, por escrito, y una leyenda, un etiquetado frontal que dice sin apuro, no es urgente, está todo bien acá. Nuestras prácticas agroecológicas de cuidado. 


Como dejé el celular en casa no vi que la Eva, entre su casa y la escuela, me mandó un audio abajo de un aromito, contándome que estaba abajo de un aromito, relatando su pensamiento de esta mañana antes de escuchar las cápsulas de sonido que habían llegado hasta ella. Eran sobre una lectura de cartas, sobre nuestro censo permanente de sensaciones y emociones. Nuestra práctica agroecológica de espiritualidad. Vi ese mensaje después, al llegar a casa, cuando Eva y yo nos habíamos sentado juntas a ver un documental, habíamos coincidido, con tantos y tantas, en un espacio común de fronteras labiles, donde más o menos sabemos quiénes somos y en silencio y compañía habíamos recibido las mismas imágenes y oído las mismas intervenciones. Caminamos largo comentando la velada, compartiendo preguntas, aunando criterios como si tuviésemos juntas que llevar adelante una tarea coordinada, un proyecto político, una misión pedagógica. Nuestra práctica agroecológica del mundo. Caminamos, porque al menos una caminata al día, porque aprovechar que estamos juntas, porque qué lindo todo el tramado que hoy nos juntaba. 


Precisamos confianza en quienes nos rodean para finalmente conocernos, saber quiénes somos, qué hacemos, de eso hablábamos, y con franqueza compartir lo que pasa. No necesitamos llamar sincronía al esplendoroso hecho de conocernos.




puntos luminosos

Cuando vengo a Valle María en colectivo siento que vivimos en pueblos de juguete. La distancia entre una aldea de nombre precioso y mi dormitorio se traza como la cartografía que une puntos luminosos. Casas de muñecas, tropas enteras de soldaditos de plástico, granjas de mentirita, todo cabe en mis ojos. Las calles de Paraná, el río, el campo, el horizonte, la inmigración componen figuritas que podría guardar en casa. Nada me parece demasiado, todo me resulta justo y medido. 


Y algo muy sutil entre el adentro y el afuera. Como si vivir en una provincia ya fuera suficiente adentro y entonces no tuviésemos casas sino secretos y fuese necesario ventilarlas, dejarlas entreabiertas, contar qué pasa adentro de ellos a todos como si explicaramos qué hacemos cuando no nos ven. La vecindad es un aprendizajes de repeticiones, justificaciones y argumentos que expliquen cómo somos nosotros en la intimidad desatada por alguien que de repente pregunta por nosotros como si ante sus ojos tuviese el libro de las partidas y una letra se moviese entre las inscripciones. 


Nosotros éramos un pueblo que canta. Y aún lo somos, solo que preferimos el pretérito como una acechanza, una adivinanza en el revés del cielo. Había mucha luz escondida en el mundo. Contra el poema que aprendí en la adolescencia, Dios no hizo el mundo desde la luz sino para conocer la luz, la paciente luz de los extraños. Los términos, tan gastados, se me derraman y vuelco sobre mis párpados la lenta literatura de una provincia que ellos, mis ojos, mis ojos al leer aran pedacito a pedacito hasta convencerme de su transparencia y mil versos, mil versos me asisten.




cuido un corazón

Cuido un corazón. Mando construir frescos sobre sus cúpulas, encargo vitraux, enciendo candelabros interminables entre una noche y otra noche. Envejezco en sus largos pasillos, mido porciones de cielo entre sus campanarios y el firmamento. Me escondo detrás de pesados cortinados, consagro eucaristias, leo pacientes tratados sobre transmutación del oro. Pierdo y obtengo, a través de mis pobres ojos, la dimensión necesaria de su embergadura. Cuido un corazón. Confío en un léxico, llamo a las graves puertas de sus habitaciones, firmo misivas. Bendigo la ciudad y el orbe, acaricio el mármol, tengo delicados deseos, preciosos como un verano, sútiles como un invierno. Cuido un corazón. Oculta en él, mi sensibilidad se comporta como los peces, como los siglos, como los niños, como los secretos. No conozco su extensión, tampoco sus tratados. No me es clara su historia, ignoro su cosmografía. Muchos dialectos se pierden, y nunca hemos podido traducir sus evangelios. Aquí estás corazón basílica, corazón cúpula, corazón renacimiento. Corazón siglo, corazón topacio, corazón lágrima. Corazón siglo de oro, cine mudo, europa. Corazón ilustración, corazón estrella, corazón precioso, precioso, precioso. Corazón hombre hermoso, corazón ancianas espléndidas, prendedor, short, pétalo. Corazón, corazón, corazón confundo tus fronteras, son tan lábiles, y me sumerjo en las inexactas palmas de tus manos, tu lengua, tu corazón. Te cuido hasta que me cuides, te cuido, qué tarea prudente; te cuido, qué pretensión; te cuido, qué vértigo; te cuido, qué exacto verso medido, qué largo beso a través mío.




jueves, 29 de mayo de 2025

rosas caseras

Acerca de Pará de contar de Daniela Godoy. Paraná. La Ventana ediciones. 2025. Con una foto balcón florido del libro tomada por Gretel, su editora, y dos postales de la primer helada de este año tomadas por Glenda. La helada vino a nosotros justo, justo el día de hoy. 


Pongo el título y me acuerdo, claro que me acuerdo, de la “Canción final” que cierra la poesía de Jaime Gil de Biedma en un gesto tanto de asunción como de rechazo a la propia escritura: “Las rosas de papel no son verdad / y queman / lo mismo que una frente pensativa / o el tacto de una lámina de hielo”. Suelo preferir la atención concentrada sobre lo que tenemos con nosotros, el libro recién llegado, el establecimiento de algunas relaciones que esa obra comparte con la biblioteca y las preguntas, por supuesto, las preguntas que el presente de esa escritura, la presencia de esa escritura en nuestro presente provoca. Sin embargo, la alusión a “rosas caseras” que Daniela despliega a poco de comenzar Pará de contar (La Ventana, 2025) trae hacia mí esa imagen lejana en el tiempo y el espacio, las rosas de Jaime Gil de Biedma. Porque, ¿qué sería una rosa casera? (La otra alusión que está aquí es el pan casero, claro, que sabemos mejor de qué se trata). Las rosas de papel no son verdad y queman… ¿éstas si? Las rosas caseras son caseras en este libro porque provienen de la propia casa, rosas domésticas, hogareñas, utilizadas para una tarea de entrecasa:

“Corté flores de un rosal que él cuidaba; cuando las puse en el cajón arriba del cuerpo de mi padre tenían el perfume de las rosas caseras. La lluvia había dejado gotas frías en los pétalos”.

Rosas caseras. Si rebusco en mi léxico no sé si es un pleonasmo o un oxímoron. El pleonasmo, la saturación innecesaria de un sentido: no es necesario aclarar que la rosa es casera, pero igual se aclara. El oxímoron, la convivencia armónica de elementos contradictorios: las rosas no pueden ser caseras, como el pan, pero igual se dice que son. No, claro, no es lo uno ni lo otro. La metonimia, el desplazamiento delicado de un sentido, de partes de un sentido, a otro, sin llegar a hacer metáfora. Pero también, la pregunta. ¿Puede una rosa natural, una rosa que no es de papel, una rosa que es verdad, ser casera? ¿Qué haría más o menos casera a una rosa? Aquí la rosa es casera por pertenecer a un rosal del propio hogar, por no venir de fuera, como esas tantísimas flores que aparecen, cultivadas quién sabe dónde y cómo, cuando alguien muere y que, aunque no son plástico ni papel, de todos modos son artificiales. Porque entonces, ¿cómo? ¿Puede lo que está vivo también ser artificial? ¿Puede ser la vida más o menos casera, más o menos artificial? Ese es el tema de este libro. El tema de una colección en prosa de recuerdos, anotaciones del presente, registros del proceso de escritura. Y también, asociaciones que suceden entre esos recuerdos, este presente y ese proceso.



En esa línea, me resulta agradable que los recuerdos no remitan solamente a la infancia. Si bien la infancia elige el título del libro (la frase proviene, nos vamos a enterar al final, de un recuerdo de infancia), selecciona la ilustración de tapa, abre el libro y ocupa buena parte de él, no es omnipresente ni omnisciente. Esa infancia se sabe menoscabada por el paso del tiempo, por un lado, y por otro se sabe en transformación por el propio presente del que no pocos sucesos también se nos relatan. A su vez, los recuerdos provienen tanto de aquel entonces como de hace pocos años. Un corte amoroso reciente, y decimos reciente pero en verdad no hay fechas aquí, marca por ejemplo un arco temporal más cercano que tiene sitio junto a otros: cuando acompañé a, cuando conocí el, cuando trabajé en. Hay superposición y continuidad de tiempos, no clausura. Me agrada ese gesto porque en la recordación cercana y presente hay una pregunta por la vida que estamos viviendo:

“Pasé casi tres años acá. En el primero apenas salí. Armé un rincón luminoso, compré un sillón negro y me tiraba a leer en él. Tenía el balcón lleno de flores.

Del segundo año no tengo demasiado registro. Vino muy poca gente.

Después dejé de interesarme por los arreglos y el orden. Utilizo poco el sillón. No hay flores en el balcón, el gato del vecino usa las macetas como baño. Pero es tan lindo el gato que no me enoja su actitud”.

Puesto en serie con los demás recuerdos, este episodio permite mirar el presente a trasluz, con preguntas que provienen de otros tiempos. Las macetas siguen el hilo de los árboles del campo, y el gato, claro, el de los caballos. Quiero decir. Los recuerdos permiten hilar lo que permanece vivo, lo que es casero y lo que no. Los recuerdos funcionan entonces como un tamiz que nos permite encontrar qué está vivo acá, mirar un departamento pensando en una casa, y entonces saber qué es una casa por preguntarnos cómo era una casa, cómo podría ser, qué era enamorarse, cómo esperamos que sea, cómo es el frío, cómo era. Esa actitud se corre de la evocación, figura que ha hecho mal leer tantos libros de recuerdos escritos en nuestra provincia donde, efectivamente, el recuerdo constituye una poética de vivaz pervivencia temática: la edición de este libro por estos días, la insistencia del gesto de una autora que vuelve sobre una infancia para contarla y al contarla, provoca un desfasaje entre tiempos, términos y procesos, da cuenta de ello. Tal como sucede con Niños (2005) de Selva Almada, su relato en dupla entre el yo y el Niño Valor que hace novela breve para dar comienzo a una narrativa (¿por qué tenía que ser ese su primer relato extenso, por qué su pasaje de la poesía a la narración iba a tener que pasar, justamente, por ahí?); o como pasa en el precioso poemario Como una luz los patios (2019) de Camila Cirigliano, antes Lisandro Gallo, donde recuerdos, jardines y pueblo se confunden con otros amores, otros jardines y otras temporalidades del presente: en ese poemario unas bolsas de plástico repletas de frutillas reponen las huertas de la infancia, sin dramas, con alegría. Estas situaciones en el presente nos permiten encontrar la reescritura del recuerdo como una reescritura del territorio y la temporalidad de nuestros campos y ciudades: “una ciudad extraña”, dice el Manu Podestá en Valiant (2011) respecto a la misma ciudad en que Daniela vive e intenta rearmar el amor ante un angelito de fuente de plaza (será la del Bombero, ¿no?). Quiérase o no, lo que allí podemos leer críticamente es la vuelta sobre un procedimiento, el tratamiento formal de los recuerdos, que desde Mastronardi hasta aquí hace pie en la literatura provincial, la que ahora estudio, y desde la que leo estas memorias de adultez, estas memorias en presente. Pienso, claro, en el tratamiento del recuerdo en la poesía de Juan Manuel Alfaro o Elio Leyes, en la narrativa de Emma de Cartossio, en la prosa de Reinaldo Ross. Libros que buscan hacer archivo desde el yo, y en ese intento provocan, ellos también, desplazamientos y transformaciones de esos recuerdos que, por suerte, se salen del lamento para interrogar a la vida por su condición de vida.

Porque, claro, las rosas artificiales pueden confundirse con las caseras. Las rosas sin recuerdos pueden hacernos creer que son lo mismo que estas, con recuerdos. Pero no, hay una diferencia sutil que la escritura trata de apuntar. Ese es el verdadero debe y haber de esta libreta de almacenero, porque los recuerdos son la vida, como el pan, que hicimos con nuestras propias manos. Como aquí se dice varias veces sobre la escarcha, como se tiene en cuenta sobre los síntomas provocados por la angustia, como se observa en la espera del amor, como se anota en la insistencia de lo que nos acordamos (una fecha, un episodio, una frase, un detalle): las rosas de papel, los textos, no son verdad y queman, lo mismo queman.

 

*

 

Como verán, solo me concentré en dos recuerdos, dos episodios de los muchos que el libro recorta para nosotros. Quizás tendría que haberles mostrado más cómo el libro hace este mismo procedimiento que traté de señalar en muchos otros momentos o cómo las rosas conviven con otras flores y otras intenciones en esas flores a través de los textos. Sin embargo, me alcanza con que sepan que estas ideas se sostienen como reflexión luego de lo que el libro en sí hace y que la invitación es a recorrerlo. También que cuando escribo sobre libros recientes y cercanos, acá que más o menos nos conocemos todos, trato de evitar la primera persona para que la distancia nos permita mirar mejor. Acá en cambio me salió en primera, y eso también tómenlo como un efecto de la lectura.





me llené de mocos

Me llené de mocos. No deben haber aparecido mágicamente, pero los noté con claridad el viernes a la tarde, en el exacto compás en que acabab...