martes, 10 de junio de 2025

puntos luminosos

Cuando vengo a Valle María en colectivo siento que vivimos en pueblos de juguete. La distancia entre una aldea de nombre precioso y mi dormitorio se traza como la cartografía que une puntos luminosos. Casas de muñecas, tropas enteras de soldaditos de plástico, granjas de mentirita, todo cabe en mis ojos. Las calles de Paraná, el río, el campo, el horizonte, la inmigración componen figuritas que podría guardar en casa. Nada me parece demasiado, todo me resulta justo y medido. 


Y algo muy sutil entre el adentro y el afuera. Como si vivir en una provincia ya fuera suficiente adentro y entonces no tuviésemos casas sino secretos y fuese necesario ventilarlas, dejarlas entreabiertas, contar qué pasa adentro de ellos a todos como si explicaramos qué hacemos cuando no nos ven. La vecindad es un aprendizajes de repeticiones, justificaciones y argumentos que expliquen cómo somos nosotros en la intimidad desatada por alguien que de repente pregunta por nosotros como si ante sus ojos tuviese el libro de las partidas y una letra se moviese entre las inscripciones. 


Nosotros éramos un pueblo que canta. Y aún lo somos, solo que preferimos el pretérito como una acechanza, una adivinanza en el revés del cielo. Había mucha luz escondida en el mundo. Contra el poema que aprendí en la adolescencia, Dios no hizo el mundo desde la luz sino para conocer la luz, la paciente luz de los extraños. Los términos, tan gastados, se me derraman y vuelco sobre mis párpados la lenta literatura de una provincia que ellos, mis ojos, mis ojos al leer aran pedacito a pedacito hasta convencerme de su transparencia y mil versos, mil versos me asisten.




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