La
cámara nos muestra un vehículo atravesando el camino y, acto seguido, a Shunko,
nuestro protagonista indirecto, el sujeto pedagógico del film, la novela y la
historia nacional, mirando hacia los costados con extrañeza, extrañeza quizás
por ver a sus coterráneos afanarse en distintas tareas de desmalezado y
construcción que efusivamente han comenzado durante su ausencia. No sabemos
todavía qué busca, aunque enseguida lo aprenderemos a escena siguiente. Su
mirada se confunde en el movimiento desatado. Vuelto de la ciudad al paraje,
los habitantes han decidido construir una escuela. No un hospital, donde Shunko
acaba de necesitar permanecer, sino una escuela que sus padres anotician al
maestro harán mancomunados. La película pone en serie el accidente de Shunko,
su internación y la decisión de hacer una escuela. Ese hilado constituye un
punto de inflexión que vuelve sobre las primeras imágenes donde la película
asienta su potencia: el algarrobo y los bancos en una atmósfera que las tomas
coquetean con presentar a la manera de un desierto. La película trabaja
fuertemente sobre una idea clave en nuestra historia educativa: la escuela es
un plan, una ilusión tantas veces previa a su edificación, la formación de los
maestros o la existencia plena de la nación. En ese sentido, como niño-nombre,
niño-título de la historia, la internación de Shunko y la decisión de levantar
la escuela comunicada por sus padres al maestro son un mismo giro. En esa
escuela aún no construida, en el sitio donde se levantará, en el proyecto
pedagógico, en el corazón de la película, Shunko abraza a su padre. Lo
encuentra paleando tierra junto al maestro, cada uno en una dirección
contraria, dándose la espalda en el mismo compás. Entonces el niño corre desde
arriba de la imagen y abraza a ese hombre que al comienzo hemos conocido como
recio y pendenciero, además de pobre. Ese hombre acaricia ahora, tímidamente,
la cabeza de su hijo y, mientras, desvía la mirada hacia el maestro. La escena
cierra el conflicto abierto por la inscripción forzada del niño a la escuela
contra el primer mandato de su padre, pero además de ponerle fin ese argumento,
reescribe la letra paterna desviándola. La escena muestra uno de los efectos
más poderosos de la educación.
Shunko
(1960) de Lautaro Murúa contiene dentro suyo diferentes tiempos escalonados, en
conflicto y búsqueda. La novela de Jorge Ábalos, publicada a fines de los ’40 durante
el primer peronismo, recupera y vuelve ficción una experiencia pedagógica de
los años ’30 en el interior santiagueño. Una mención que permanece en la
filmación a través de los niños “autóctonos” que la película nombra al final en
una lista eminentemente escolarizada y, además, en la propia territorialidad
sobre la que la cámara se mueve. Si el tiempo de la experiencia se superpone
con el de la novela, y el de la novela con el de la película filmada ya en otro
contexto y con otras ilusiones, la puja entre el proyecto pedagógico y el
interior santiagueño, los tiempos místicos documentados por esa ficción y la
propia supervivencia del quechua que la película subtitula hasta nuestros días
constituyen otro tiempo, menos fechable que los demás, con el que Shunko trabaja. Ese tiempo otro,
acumulado con el de las décadas del siglo XX que mencionábamos tiene también su
propia interacción con los proyectos decimonónicos en la trama. La escena de
los próceres donde el maestro, el propio director de la película, despliega
para los estudiantes los rostros de San Martín, Belgrano y Sarmiento reinscribe
en esa temporalidad y en ese territorio el proyecto de educación común sobre el
que nuestra identidad nacional descansa. La figura de Sarmiento, una vez como
afiche, otra como acto y otra como monolito, da una autoría, un origen, a la
fantasía por la cual ese maestro está allí intentando hacer lo que hace: la
figura del maestro como quien por su llegada y salida abre y cierra las
imágenes acuerda en un todo con el proyecto político-pedagógico de implantación
educativa fruto del cual se inventó nuestro sistema educativo. Solo que aquí al
volver hacia atrás los tiempos (no olvidemos que el maestro intenta regalar a
su sirvienta un despertador), permite recuperar la potencia perdida de ese
proyecto. En Shunko la educación
común argentina, la escuela pública, vuelve a empezar.
Tal es así que los guardapolvos,
cuando los poseen, no son blancos sino amarronados, color tierra, terracota o
quién sabe qué: las imágenes en blanco y negro distinguen entre los suyos y los
de sus colegas de generación en la ciudad, niños escolares cuyas pieles,
paredes y guardapolvos son distintos. Porque en el film queda claro, a fuerza
de los tonos del blanco y el negro, que la educación es un proyecto progresista
y modernizador que trae al paraje rudimentos médicos, el castellano como lengua
franca, los números como abstracción y la escuela como construcción (todo ello
tiene su sitio en la película) pero que también convive con la creencia
religiosa local como cosmovisión y explicación del mundo, el quechua como
lengua legítima, la colectividad como potencia y la familia como autoridad
(todo ello también tiene su sitio en la película). A fuerza de filmar ambas
series dentro suyo, la película apacigua los conflictos entre ambas esferas y
muestra su convivencia. En ese sentido, la escuela trae un progreso diferente
al sitio donde llega. El abrazo de Shunko a su padre se inscribe en la línea de
ese progreso.
Quiero decir, la película liga a
través de una serie de operaciones precisas la escuela a la fundación, el
aliento o la consolidación de una ternura posible como futuro, implantación y
progreso. El abrazo de Shunko a su padre bajo la atenta vigilancia y
autorización docente es medular, pero también están el colibrí, la palabra de
cariño de un niño a otra niña, el pedido de caramelos, el libro de lectura en
la internación, la dulzura de la miel recogida. Estos objetos y gestos sobre
los que Shunko se detiene son la
marca pedagógica que se elige privilegiar y mostrar como horizonte. Clímax de
este procedimiento son las alhajas de papel glacé, cartón o quién sabe qué que
decoran parte del velatorio de una de las niñas. La cámara se detiene sobre
esas pequeñas ilusiones de papel, un invento escolar, que simulan ser estrellas
y colibríes. ¿De dónde habrían sacado el papel para hacerlas? ¿Quién se habrá
detenido, ante la trágica muerte de la niña picada, a confeccionarlas? ¿Qué
clase de objeto es ese, tan hermoso, sino una tarea escolar?
No hay comentarios:
Publicar un comentario