martes, 30 de julio de 2024

 




Quisiera saber quién soy, como si eso me consolara de algo. O mejor dicho, como si saberlo me acurrucase de alguna manera entre la realidad. No se trata de la certidumbre y la incertidumbre, sino de aquello que no se puede saber. Acariciamos una ilusión desmedida.

Cuando conocí la teoría queer, supe al mismo tiempo acerca de la performatividad de toda identidad como de la necesidad material, histórica, política de algunas de ellas. Pero no se trata solo del género. Cuando me pregunto quiénes somos me refiero a todo lo que nos conforma, al desamparo con que estamos aquí.

Estar indefensos nos vuelve más dulces, mucho, mucho menos poderosos. Nos inquieta y nos preocupa, pero también nos coloca en otro sitio. 

Me agrada que existan preguntas suficientemente mayores a nosotros para que en ellas perdamos consistencia.


*
*     *

Cuando escribo sobre la vida que vivimos, escribo desde la consternación y la necesidad. No porque quiera transmitir claridad, aunque la claridad emerja muchas veces en el proceso... Cuando lo hace, probablemente sea frágil y engañosa como los espejos, pero también seguramente sea tan solo personal. También porque escribir me ayuda a atravesar la enfermedad. 

Evidentemente sí muchas personas nos sentimos convocadas, con buenas o malas intenciones, a hablar acerca de la vida es porque algo se abrió alrededor suyo. Quizás no saber cómo vivir este tiempo, qué hacer con él. Porque además de la pétrea pregunta acerca de la vida en sí y su misterio, parece acompañarnos otra más urgentada por estos tiempos y espacios que vienen encima nuestro sin que podamos asirlos del todo. Por eso digo, necesidad y consternación.

Cuando las crisis pasan, queda conmigo también toda la pregunta por aquello que se ve en el cuerpo, en el corazón, en el pensamiento en esos momentos. Todo lo que siento cada vez que tengo miedo, el registro casi mágico, en otro plano, que posee el cuerpo en esos momentos son saberes palpables acerca de la existencia. Ahí se abre otro reino alrededor nuestro. No hay manera de explicarlo sino por su diferencia porque en esos instantes las jerarquías, las emociones, el tacto de la realidad son otros. A mí al menos me queda la certeza de que no estamos hechos solamente de este registro cotidiano, sino que hay otro, más extraordinario, muy cerca nuestro. Así como no podemos vivir con la cabeza en las nubes todo el tiempo, tampoco podemos hacerlo con los pies en la tierra todo el tiempo. El cuerpo es frontera, portal y mapa. Y también, el cuerpo es el límite y la posibilidad. 

Me encantaría no estar en él encerrado, como el genio en la lámpara, pero a la vez no podría estar aquí sin ese hechizo, sin ese encierro. Todos podemos mirar la vida solo desde nuestro cuerpo. Tal vez para él no exista ni el encierro ni el límite, y ésta sea toda la apertura que existe. Solemos decir "este mundo" para referirnos a la vida. Tal vez sea necesario aprender a decir también "este cuerpo" para la vida y para el mundo. Toda la vida, todo el mundo, son este cuerpo. Aquí está todo lo que hay.

*
*   *

Otra sensación que los síntomas me regalaron fue cansarme de mí mismo. Nunca me fue tan fácil renunciar a mis identidades como cuando me siento enfermo. En esos momentos dejo ser quien sea que quiera ser para dar paso a otra persona, un niño seguramente, que todavía no eligió ningún camino. Toda mi preocupación pasa en esos momentos por sentirme mejor.

Incluso cuando me he sentido muy mal tuve la certeza que acababa de atravesar un cristal y yo respiraba ahora al otro lado aliviado. Y era así en efecto, porque cada escena se había llenado de vértigo hasta romper lo que estuviese a mi alrededor. Nunca rompí nada material, pero todo lo que era simbólico alrededor mío capaz que sí. Poses, escena, compostura se hacían añicos.

Después sí tuve que romper materialidades: trabajos, costumbres, amistades, rutinas. Pero antes se rompió algo más profundo en que todo lo demás se sostenía. Aprendí así a restarles importancia a las superficies para intentar detallar las profundidades. Comencé a estar atento a cómo cada escena se sostiene en otras. Cuando veo a las demás personas en un aula, en la escuela, en un negocio, en mi edificio me pregunto a qué hora se habrán levantado y si habrán comido, dónde, cuándo, de qué maneras. También si esperarán algo o qué es lo que más les importa en ese momento. 

El miedo y el cuerpo me enseñaron, aunque yo todavía tarde en aprenderlo, que todas las escenas se sostienen en otras no sólo cotidianas sino también algunas más antiguas. Yo todavía puedo entrar, con mi cuerpo, a mi infancia, a mi adolescencia, a mi primera juventud. Mi cuerpo, todos nuestros cuerpos, viven en innumerables tiempos. Los días que vivimos están hechos de esa materialidad cambiante y es esa, de hecho, una de las definiciones del pánico que más me agrada. Sentir un temor desmedido fuera de lugar y tiempo. Nosotros creíamos estar en un tiempo y un lugar, pero nuestro cuerpo, nuestro corazón, nuestros pensamientos estaban en otro. Los síntomas son el esfuerzo de la vida por equilibrar esos desajustes, a veces violentamente, otras más amablemente. 

Cuando hablamos de cuidar los niños que fuimos suena bastante liviano, pero nos olvidamos que hacerlo supone volver a abrir cofres que a veces, sin importar cuánto hayamos crecido, no estamos preparados para recibir. Vuelvo a abrir mis diarios íntimos -esta escritura- cada tanto, pero ya no para coincidir con todo lo que aquí se dice, sino simplemente para dejarlos página a página disolverse. Nada cerrado puede irse de nosotros, en cambio aquello que abrimos, por más que queramos seguir teniéndolo apegado a nosotros, termina por irse. Por eso lloran los niños, de hecho, para volver a encontrar la armonía perdida. Resulta mágico que cuando el cuerpo se ve excedido por algo consiga dar a luz gotas de agua desde nuestros ojos. El cuerpo traduce de maneras contundentes, está hecho de ilusión y espejos, pero también de carne y tiempo. 

A los adultos nos pasa que a veces tenemos maneras más intrincadas de llorar. 
Por eso nunca tendríamos que dejar pasar que cada vez que decimos pánico podríamos decir angustia, y así sería más claro: Me angustié mucho y no supe qué hacer. Me angustié tanto que pensé que me iba a morir. Me angustia tanto todo esto que pienso que estoy enfermo. Me angustie al punto que tuve que irme de tu casa. Entonces es más fácil preguntarme por qué estoy triste y ver qué sale. Puedo asegurar que no todo lo que proviene de allí es opaco, también hay partes coloridas, suaves, hermosas. Un montón de posibilidades que nos damos a nosotros mismos cuando enfermamos, y que después entendemos que no necesitábamos estar mal para tenerlas.

Están después los caminos singulares, las razones personales, la escritura de cada corazón. Pero me gusta atender a aquello comunitario que habita en nuestros síntomas en, por ejemplo, cómo entendemos los síntomas propios y ajenos, qué esperamos de nuestro cuerpo, cuándo creemos que acaba la infancia, qué lugar damos a todo esto que nos pasa.

*

*   *


Hace años que sigo tratando de volver simple mi vida. No es tan fácil como parece. Deshacer un daño lleva muchísimo tiempo, pensamiento y corazón. No sé si a la simplicidad que busco se le opone complejidad o más bien carga, peso, necesidad superflua. En parte tratar de hacerla más simple supone entender qué es lo complicado, cómo es, cuándo es... y eso tampoco está tan claro. Qué difícil deshacer un maleficio.

Querer que nuestras vidas sean más simples no supone alejar de nosotros cualquier deseo, cualquier necesidad, cualquier trabajo. Creo que implica, en cambio, elegir con cuidado cada uno de esos ítems antes de permitirles pasar. Cuando me siento culpable por no estar haciendo algo, trato de pensar por qué tendría que hacerlo y entonces me acuerdo y mí cuerpo dice ah, era eso y a veces termino haciéndolo pero más tarde, cuando puedo, cuando tengo ganas. Me hace bien dejar las manos vacías y ver qué regresa, qué busco, qué vuelve. Ya que no seguí muchas líneas rectas, me hace bien observar qué permanece, qué se repitió, qué busqué en cada ocasión. Conocer mis necesidades vuelve la vida más simple.

Saber cuánto tardo en realizar cada tarea también, porque me permite despejar tiempos y espacios enteros para cumplir ese deseo, atender esa necesidad, asumir ese trabajo. Mientras tanto, rechazar delante de mí mismo muchísimas direcciones, cotidianas y futuras, fuertes o suaves, para seguir dejando vacío alrededor mío.

Tenemos que cuidar nuestros montecitos de vacío en la vida cotidiana. Nuestras flores autóctonas, nuestra caligrafía. Alojar cuanta singularidad podamos, de todos modos siempre seremos parte de una comunidad. 

También suelo recordarme que no todas las personas podemos dedicar tiempo y espacio, dinero y salud, cabeza y corazón a la tarea de esforzarnos menos por existir. Eso no debe apichonarnos en la tarea sino alentarnos, puesto que con más razón debemos, quienes podemos y cuando podemos, dejar lugar suelto, descampado, para la vida. Convencidos, convencido de que en esos territorios que habilitamos dentro nuestro, en nuestros hogares, nuestro trabajos también otros de repente pueden encontrar un campito de esos pelados y silvestres, tan bellos, donde paran los circos, pasean los perros, novian los enamorados de barrio o juegan a la pelota. Yo por ahora tomo mate y leo ahí, como una plegaria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

un sahumerio de jazmín

Falté a casa docenas de horas estos días, de modo que antes de dormirme enciendo una vela a medio hacer de las semanas pasadas. Saco una car...