jueves, 14 de mayo de 2020

La gran sacerdotisa


Pronta a ingresar en los aposentos de lo intangible, la vejez la ubica en un costado de magias y enamoramiento. Sus funciones en el relato son el amor y el misterio. Guardiana del inconsciente, mueve hilos en la trama casi sin hacer. Sus movimientos son quedos, derredor el patio, completados por las fatigas del interior donde hace pasteles, espera cartas, cuida una sobrina, usa lociones de París e imagina. Ella es la única en la vecindad en usar su hogar para imaginar.

Para el resto, los trabajos del amor ocurren fuera. En el interludio previo para Florinda; en el cruce de escaleras para Ramón y las vecinas. En cambio, quien se detiene dentro a pensar ("he pensado que usted y yo debemos casarnos"), quien trae el amor desde otro lado, como el que escribe después de leer, es ella. Su domesticidad es la de la literatura, un dato que se comprueba tan pronto los niños deben ingresar a su casa y comienzan, de inmediato, a imaginar, a ver cosas que no son, a narrar.

Más sutil es su poder. Una superficie, un modo de actuar, un color de vestido, algunos detalles, el rostro. Es la configuración entre guión y cuerpo los que hacen de su imagen el vértice de un misterio. En un margen donde la vecindad se construye como el exilio de los mundos, todos ellos migrantes de la realidad. 

¿Cómo sabe ella hacernos imaginar?, ¿cómo sabe ella hacernos desear saber? Hay días en que se distiende sobre su ventana y canta, como las viejas en los poemas cuando empiezan a olvidar.








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