viernes, 19 de julio de 2024

la hipérbole, la sinécdoque, el bricolaje - ejercicios poéticos de Gloria Montoya sobre la ciudad




Yo tampoco sé dónde estoy. Desde la primera vez que leí Adiós a las ciudades y otros poemas (1967) de Gloria Montoya en la reedición de Azogue y la Editorial Municipal me quedan resonando todas las preguntas implícitas del poemario, así como el desafío que supone usar esa voz en una primer publicación, porque el Adiós... fue su primer libro de poemas. Cuando tocamos textos del pasado, cuando vuelven a circular, cuando se habilitan condiciones de lectura antes inexistentes -los poemarios de Gloria suelen ser inhallables-, entonces uno empieza a preguntarse por las demás historias que conviven en nuestro alrededor, en la ampliación del panorama que alguna vez imaginamos para nuestra ciudad en tiempos idos. Comenzamos a preguntarnos otra vez cómo era todo aquello, más en este libro donde la ciudad tiene todo el tiempo un estatuto problemático. Si bien se nombra a París, Bahía y Assisi, a Paraná no, pero también nosotros sabemos que ella era de acá, y la biografía nos tienta con sus explicaciones. ¿Esto era una ciudad? ¿Alguna vez lo fuimos y luego ya no, como decía la hipótesis de Claudia Rosa? En los términos de este libro, ¿a cuál ciudad se le dice adiós? ¿A esta o aquellas? Publicados acá hace casi sesenta años, vueltos a publicar acá el año pasado, los poemas reclamaban una lectura local y aún podemos ejercerla.

El "adiós a las ciudades" del título se vuelve una metáfora enigmática a través de los textos, empezando por el primero donde la fórmula es desplaza hasta el adiós "de las ciudades", como si las ciudades fuesen las que dicen al yo adiós... Al yo sólo, porque se queda separado de sus pasos que no solo van sin nosotros, sin nuestra compañía, sino por sí solos. Se mueven solos, van solos. La expresión del primer verso significa ambas partes a la vez, y separan al yo de los pasos que se alejan por decisión propia, no mía, de aquí. En ese comienzo, la voz del poema se guarda para sí el afecto por la ciudad en el mismo acto de abandono al separar los pasos de sí. De esta manera rescata su tono elegíaco, celebratorio en cada ciudad que abandona para irse al mar. 

Para irse al mar, porque la consecuencia de separar los pasos de mí es que yo me quede fuera de lugar, como una figura excéntrica que no está sino en las afueras. Desde esas afueras la voz comienza un permanente traqueteo de sinécdoques de su cuerpo ("les hice pulseras", "el pecho dolorido entre los dedos", "me hice una corona"), hipérboles constantes ("todas las luces", "todas las noches") y algo más, que estaríamos tentados a adjudicar a la sensibilidad plástica de Gloria Montoya aunque quién sabe: los poemas se llenan de bricolajes. A la descomposición de su cuerpo, no nombrado de frente ni entero, acompañada de la potencia abarcadora de cada hipérbole -los poemas al comienzo repiten varias veces todo, todas, todos...- se le añade el recorte, las tijeras de mármol a que alude en otro de los poemas. Cuando dice "tengo el pecho dolorido entre los dedos", la metáfora no proviene tanto del dolor como del collage. Mi corazón está entre mis dedos porque veré dónde pegarlo.

Ese trabajo retórico de bricolaje abarca todo el poemario, no está solo en la primera parte dedicada a las ciudades. Cobra desde el primer poema suma delicadeza, y da potencia a la voz que se llena de proyectos en muchos tiempos, porque los tiempos también son recortados y superpuestos entre el pasado, el presente y el futuro. La negación de la partida se resuelve aquí, en este poema, con el recorte del cuerpo y las ciudades. Los adioses no son tanto una retirada sino una permanencia del deshacerse. En este poema donde es de noche, llueve y es otoño, nos ponemos sombreros de lluvias, nos tapamos el rostro, nos sacamos el corazón, nos ponemos pulseras, nos hacemos una corona. Y cantamos, de hecho, en el mar que no tenemos: "quiero que el río se vista de océano en un rincón de las islas" es la mejor síntesis de ese proyecto poético de territorialización vuelta collage.

Gloria Montoya desarma su cuerpo y toma las tijeras, es decir, el corte de versos, porque así se hacen y se deshacen las ciudades. Una ciudad es un cuerpo descompuesto que intentamos adornar fragmento por fragmento. La imagen es elocuente e intenta conservar en el yo y en la voz aquello que se teme perder. "Tal vez nunca pueda ver en el tiempo", se lamenta el poema desde el medio siglo pasado porque su tiempo fue llenándose de lloviznas como el espacio. La elección repetida en los poemas de la lluvia como el momento de las ciudades, como el momento en que la voz poética se apropia de la ciudad para llevársela, es significativa porque durante la lluvia la ciudad se inutiliza y repliega. No podemos ver a través suyo, como tampoco en el tiempo. Como consecuencia del bricolaje, territorio y temporalidad se vuelven opacos, menos claros, obligándonos a encender todas las luces. Cada imagen de este poema busca visualidad y sonido, desde los cascabeles, pasando por la lluvia y los sonajeros. Incluso los pasos suenan mientras intentan confundirse con los demás sonidos, mientras nos llaman todas las voces. A nivel del texto los recortes son tantos entre ciudades, cuerpos y naturalezas que las oraciones que conservan un punto no demandan una mayúscula a su lado. Esos puntos, esos cambios de tiempo verbal, la apóstrofe repentina, dan cuenta del corte y pegue con que el poema busca adueñarse de las ciudades. El poema repone un sitio ante mi ejercicio de ruptura de la ciudad: les dice adiós porque ellas se van en nuestras manos mientras nos quedamos en el territorio que ahora nos regalan.  

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