lunes, 27 de mayo de 2024

la morosidad de todos los aprendizajes, la necesidad de toda representación

Puede ser muy riesgoso que dejemos de educar. Las aulas que atravieso por estos días llevan consigo porciones de enojo, tristeza, mudez, desagrado y apatía. No solo por los niños que las componen, sino también por los adultos que participamos de ellas. 

Los malestares de los niños son un reflejo pormenorizado de nuestras vidas y el mundo que sostenemos, bajo la forma que lo sostengamos. Por ello, a medida que el lazo social se ha ido degradando las formas de estar de los niños en la escuela pública han ido comenzando a estallar, intensificarse, escalar. Como consecuencia, no pocas veces los adultos que educamos nos hemos visto en la necesidad de retroceder en nuestra tarea. Muchas veces también transformarla, darle nuevos sentidos, ejercerla de otros modos.

Pero quiero quedarme con el retroceso, con los pasos que van hacia atrás. Son pasos hacia atrás concretos, nada metafóricos. El momento en que Cele iba a enseñarles a los niños de 5to cómo usar las acuarelas, y los golpes de puño entre tal y tal la hicieron dar marcha atrás, soltar las acuarelas y encargarse de desatar un conflicto cuyo comienzo desconocía y se pasó días después tratando de entender. El momento en que Jime nos iba a enseñar cómo usar nuestro títere en el teatrino, y la molestia de la panza de B., que empezó este mediodía, fue en aumento. Ya ni sabemos si es cierto, porque hay veces que no quiere salir, que quiere estar, que no quiere estar. No pudimos llamar a la familia porque no contestaban, a la final se le pasó y estuvo lo más bien. El momento en que Sabri iba a dejar en claro cuáles son los límites geográficos de nuestro país, y tuvo que abandonar todo por una pelea, otra más, con los estudiantes de Secundaria.

En muchas ocasiones cuando los educadores terminamos de resolver estas escenas -que son largas y complejas, involucrando a buena variedad de actores institucionales-, nuestro momento, nuestro tiempo y espacio para enseñar se ha terminado hasta una proximidad indecisa porque puede que pronto haya paros de transporte, necesidad de reclamar mejores salarios para nuestra tarea o mal clima y la escena se desarme una vez más... porque cuando no se desarma de adentro, se desarma de afuera.

Nuestro trabajo como educadores -en especial cuando somos talleristas- es sostener escenas de aprendizaje. Por lo tanto, qué difícil está siendo propiciar escenas en que efectivamente seamos nosotras quienes conduzcamos el tiempo y el espacio hacia la enseñanza, y no veamos esa temporalidad y ese territorio continuamente interrumpidos por reclamaciones de todo tipo y con todo comienzo. Reclamos, problemas, peleas, enojos, tristezas que empezaron en la calle, en las demás aulas, en la familia, en las pantallas.

Entiendo que parte de nuestra tarea como educadores es escuchar, intentar alojar algo de todo eso. No todo, algo. Pero también entiendo, quiero entender, quiero que recordemos que parte de nuestra tarea es ser escuchados. Sé que ninguna de ambas cuestiones, escuchar y ser escuchados, sucede mágicamente. Se trabaja para eso, y ese es nuestro oficio. Sin embargo, las dificultades contemporáneas son tantísimas que muchas veces nos vemos interpelados a abandonar esa tarea...y estoy empezando a creer en las actitudes de muchas compañeras y compañeros que el abandono comienza a ser por tiempo indeterminado.

Estamos pasando de desarrollar buenas clases a contentarnos con que haya buen comportamiento, de que escriba sin errores a que por lo menos escriba, de que avance en la apropiación específica de contenidos a que por lo menos haga algo. Luego empiezan las vociferaciones gobernantes a señalar que "no entienden lo que leen" y que "la educación pública es una estafa".

¿Se han detenido a pensar todo lo que se necesita para que un niño aprenda algo? Confianza, bienestar, buena alimentación, seguridad física y emocional. Tiempo y espacio. Adultos responsables, bien pagos, cuidados, capaces de cuidar y cuidarse. Instituciones fuertes, nobles, respetadas y respetuosas. Silencio. Concentración. Focalización. Repetición. Cotidianeidad. Ceremonias. Continuidad.

Cada vez tenemos menos de todo eso, en el mundo, en la vida, en nuestras vidas. No podemos reclamarle a la escuela pública algo que no construimos en la vida pública. La escuela es el corazón de esa vida, sí, pero necesita de un cuerpo en que alojarse.

Yo no sé si esa vida en común que cada vez se ha ido degradando más y más se restaura desde su cuerpo (sus plazas, sus colectivos, sus dirigentes, sus comisiones vecinales, sus calles) o sí desde sus corazones (sus hospitales, sus congresos, sus escuelas, sus universidades). A mí me toca estar en uno de esos corazones, intentando tirar líneas de papel crepé que vayan más allá de sí.

Hoy les dije a los chicos de 6to que cuando corregí sus relatos les coloqué que les habían faltado tildes en muchos verbos, señalándoles que cuando los usamos en pasado (dije pasado para no decir pretérito, y no dije pretérito para no decir pretérito perfecto...) necesitan esa tilde para distinguirse de la primera persona del presente: yo educo, él educó. Les dije que lo puse en las correcciones, pero que cuando lo escribía sentí que escribiendo como escriben tal vez no tengan ni idea qué es un verbo, y menos su tiempo o su persona. Sin embargo, aunque les parezca chino mandarín que les ponga eso, les dije que me parecía necesario porque son estudiantes del último año de la escuela primeria. Si no lo saben, aún podemos intentar enseñarlo.

Cuando yo terminé 6to grado, hace casi dos décadas, conocía los tiempos simples y compuestos del Modo Indicativo. También sabía que existían otros dos modalidades verbales en el idioma en que nací. Podía no recordarlos todos, pero sabía dónde y cómo buscarlos. Tenía una idea, no sé si vaga o precisa, de cómo funcionaban y que existían, eran parte de la realidad. ¿Y si tratamos de reparar la transmisión dañada pedacito a pedacito?

Cada vez está más mal visto educar, corregir, señalar un camino. ¿Cuál sería la idea? ¿Qué nadie corrija a nadie, que nadie nos indique por dónde es, qué nadie nos pase, nos enlace, nos transmita, nos herede nada? ¿Dejar eso librado a la buena suerte de cada quien? Puede ser muy riesgoso que renunciemos a educar, y nos confortemos con convivir sin apedrearnos unos a otros. Porque en ese cambio siento perdemos muchísimo del valor de nuestros lazos, empezando por la riqueza que tiene vivir juntos con un sentido, un significado en común. Quisiera una vivencia compartida, una comunidad, una vida pública que no sea solo una apariencia a punto de estallar, apenas contenido, sino algo más enraizado en otros principios, prácticas y saberes como los que tiene por misión ofrecer la educación pública argentina.

Encontrémonos en la calle todo lo que quieran, pero también en la escuela. Claro que no el edificio sino la bendita instancia simbólica que representa: el pasaje de la familia a la comunidad, de la vida privada a la vida pública. La morosidad de todos los aprendizajes. La necesidad de todas las representaciones. El 25 de mayo, me dijo una vez la Noe, es como la navidad de las escuelas. No hay fecha ni acto más representativo de lo que intentamos, entre la pose y el significado, entre la escena y el aprendizaje. Aprovechemos entonces estar en la víspera de esa navidad para pedir un deseo, éste deseo.

 



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