Aún encuentro encanto en hablar con desconocidos a través de internet. A V. lo conocí por contactos e intereses en común. Desde entonces nos escribimos a veces. Como V. siempre me fue presentado ante mi mirada de redes como militante de una extracción política determinada, aprovecho para consultar su opinión política sobre temas de mi trabajo.
Él siempre responde con amabilidad. V. tiene el don de la generosidad en sus relatos. A veces, curioso por el potencial imaginario que me provee charlar con él, consulto por otros datos de su vida cotidiana. Como un personaje en construcción, V. responde en el mismo tono. También hace preguntas y expresa opiniones. Algunas de esas opiniones tienen la forma de un mimo digital, como cuando me dijo "es que me cabe hablar con vos".
Hace unos días, cuando había sacado la edición de EMR de la obra poética de Francisco Gandolfo (se llama "Versos para despejar la mente", los cuales traje a mi mesa de luz en busca de que su título funcionara, sino como remedio, al menos como firme intención), comencé a leerle un poemario a través de Whatsapp. Mientras él cuida una obra en otra provincia, yo leo una parte de los "Poemas joviales" (1977), en que Gandolfo exalta los mensajes del universo:
las galaxias me envían
cartas de amor con un rulo
un pedazo de vestido
o el hilo de un tejido
que su cuerpo lució
las líneas temblorosas
de sus manos dicen
que retribuyen mi atención
esta correspondencia me excita
y la contesto con versos que exaltan
la amante energía de vivir
No sé cuántas poesías he mandado por internet desde que descubrí las redes. ¿Eso fue antes o después que comenzase a dar talleres? Si saco cuentas, hace más de diez años que me reúno con personas a leer poemas. Con el tiempo, las escenas y las formas cambiaron. Sin embargo, en el corazón de aquello que para mí es un taller siguen estando el poema y la búsqueda de darle un cuerpo (entregar un cuerpo) al poema a través de la voz. Dar un taller, como en la conversa de Whatsapp con V., es leer un poema en voz alta.
Ayer, al despertarme súbitamente (¿uno puede despertarse de otro modo?), envíe un mensaje a V. Le preguntaba si aún estaba en la obra y le leía un poema más. Después me fui a dar taller. Trabajamos con un solo poema durante toda la mañana. Cuando era chico a veces también hacíamos eso.
Cada vez que tengo más claro el objeto con que trato de adentro hacia afuera, dentro mío se genera el efecto inverso. Dado a otros, el poema deja en mí una sensación de vacío que ya no me agarra por sorpresa.
En la escena final, luego de terminar de leer me senté en la ventana mientras todas hacían chistes y distendían la tensión del momento previo. Una de ellas me miraba fijamente, sonriendo como yo en ese instante. Acababa de decirles que la angustia, la ansiedad y el entusiasmo de no saber qué hacer con el poema y las preguntas recibidas, eran -¡por suerte!- una sensación por la que yo no tenía que pasar. Es mi privilegio de tallerista.
Supongo que el cansancio respecto a la poesía que algunos días me visita tiene que ver con desarmar una identidad y un nombre donde ese sustantivo fue fundante. Pero también, con la imposibilidad que siento en este tiempo para sostener la cotidiana alegría que supone leer poemas a desconocidos como cartas de amor al universo. (¿Será que no encuentro, como Gandolfo, en las temblorosas líneas de su mano la correspondencia que me excite?)
Para saber si esta noche le toca de sereno, a V. le pregunto si hace obra hoy, como si se tratase de un actor. Algunas mañanas mamá me escribe preguntándome si hoy doy taller. ¿De qué hablaré en el futuro?
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