sábado, 1 de febrero de 2025

no somos irrompibles

 

Cuando tengo ganas de llorar porque soy gay, miro episodios de Glee donde Kurt es acosado por algunos compañeros y se enamora de Blaine que viene a rescatarlo. O me acuerdo de la escena de Get Real donde la pareja del protagonista simula estar golpeándolo porque sus compañeros acaban de encontrarlo con él en un vestuario. Él les dice que se vayan a vigilar si alguien viene y cuando lo hacen, comienza a golpear un tacho mientras ambos sonrien. Hasta que en un momento alguno de sus amigos entra y al no entender por qué no lo tiene agarrado, entonces él, su novio, lo toma y lo golpea. O busco el vídeo que subió Pixar durante la campaña It’s gets better por la ola de suicidios de niños y adolescentes lgtb en Estados Unidos hace una década atrás.

            Ahora acabo de mirar un vídeo de Lali y María Becerra saludando desde un balcón durante la marcha y me dan ganas de llorar porque no fui a la marcha, porque la escena es hermosa, porque no vivo en Buenos Aires, porque soy gay, porque esté pasando esto, porque no quiero bajar a los comentarios del vídeo. Deben ser horribles.

            Tengo derecho a sentirme lastimado y a dar lástima, y pienso usufructuar ese derecho hasta que sea quitado. Pertenezco a un pueblo oprimido. Ya que mi drama toma la entera dimensión de mi vida –así de apabullante es, cuando sos chico, darte cuenta-, entonces no pienso olvidarlo en nombre de ningún otro. Ni la pobreza, ni Palestina, ni la crisis económica mundial, ni la hiperinflación.

            Durante estos días leí a analistas políticos sacar cálculos acerca de si la reacción fue prevista por el gobierno. A periodistas señalar cuánto todo esto le conviene a Milei. A influencers libertarios señalar que el adjetivo fascista está mal. A funcionarios del gobierno señalar que no se dijo lo que se dijo. A otros, respaldarlo. Leeré a progresistas de ambos bandos señalar que los pobres, que la batalla cultural en realidad, que es un equívoco, que cada uno salta por lo suyo. Un periodista de 6-7-8, no me voy a olvidar nunca, preguntándole a Aníbal Fernández si no hay otras cosas más importantes que hacer antes de votar el Matrimonio Igualitario.

            ¿Saben algo? Nosotros nacimos en un mundo equivocado, y a veces, incluso, en un cuerpo equivocado. Desde que sabemos, duelamos un mundo que no es ni será el amor que podríamos haberles dado. Nosotros tuvimos que imaginarnos cómo sería el amor. Tuvimos que inventarlo, siempre.

            No creo en las identidades, salvo cuando me atacan, cuando hablan acerca de nosotros. En ese caso, recuerdo muy bien cuál es mi sitio. Sus cuerpos, sus gestos, sus silencios dicen con claridad aquello de lo que nunca podremos hablar.

            Recién ahora me doy cuenta que los trabajadores de Pixar, sobrevivientes de sus infancias y adolescencias, prometieron en vídeo a los jóvenes de su país que tendrían un futuro mejor (it’s gets better). Algo que también creímos los adolescentes latinoamericanos que besamos a Blaine junto con Kurt: una historia de amor en la Secundaria era inimaginable para mí en mi vida, debía mudar mis ojos a otro país, otra lengua, otra vestimenta y otro cuerpo para llegar a soñarlo. Y con eso y todo, qué hermoso y qué importante fue soñarlo.

            No tienen idea sobre qué herida están hablando.

Nosotros tampoco, pero al menos es nuestra.

Yo no permito este dolor me sea quitado.

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