sábado, 17 de junio de 2023

volver al reino

 sobre Nautilus, de Marisa Negri. Buenos Aires. La Gran Nilson. 2023.



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Desde hace varios días, cuando intento escribir acerca de Nautilus la voz llega hasta cierto punto, pasa unos párrafos, y cae. No consigo dar con el tono exacto en que quisiera hacer mi comentario. Tampoco encuentro con precisión los motivos de esa dificultad.

Los lectores de Marisa Negri sabemos que el poemario se recorta en su obra, no se parece del todo a los demás aunque los rasgos de parentesco estén necesariamente. Sin embargo, eso ya lo sabía y no puedo hacerme el sorprendido. Me pregunto entonces si no serán la cercanía y la obviedad las que limitan mi lectura, aunque no creo. Quiero encontrar la textura de los poemas, quiero leer, pero “estamos condenados / mosquitos y jejenes no pueden / desviarnos con sus trompetas”.

Sin embargo, ¿no era el revés? ¿La condena no consistía en que mosquitos y jejenes, justamente, nos desviaran con sus aguijones, su molestia, su zumbido? Y a la vez, ¿cuál sería el desvío? ¿A dónde teníamos que dirigirnos, qué teníamos que hacer? Nautilus lleva dentro desajustes temporales y espaciales a los que recurre como mecanismo de construcción. Esos desajustes también están en su edición, tardía respecto a la primer escritura del libro y llevando sobre sí varias reescrituras que fueron ralentizando los poemas, quitándoles premura, entregándonoslos tarde.   



El tiempo se desordena a través del crecimiento que, descubrimos, no es lineal sino espiralado. “Arde la noche de las islas / y las abejas duermen como recién nacidas”. En estrofas de dos versos, con líneas extensas, repitiendo el léxico y contraponiendo imágenes inesperadas… ¿Cómo se abre el mundo por primera vez cuando ya hace mucho que estamos en el mundo? ¿De qué manera podemos reconocer que todo está comenzando, ni siquiera volviendo a empezar, sino francamente comenzando? Dormimos como recién nacidas. No alcanzamos a serlo, pero dormimos como. Necesitamos los términos del poema para volver a comprendernos.

Nautilus contiene muchas de estas imágenes. La voz no duerme en los poemas, pero anota las noches, el silencio y los ardores con sorpresa, expectación, infancia. El diccionario se repite y acorta puesto que el paisaje isleño necesita una superposición densa, compacta, sucia, barrosa para traducirse. Por ejemplo el silencio, cuya insistencia es novedosa en los poemas de Marisa y aquí se encuentra a cada salto de página casi y en abundancia. “Renunciamos a todo / para enmudecer”, “no es para tus oídos / la música de esas osamentas” “los ciervos de la noche tiemblan en el agua / es el silencio”. “el silencio vela el paso de la barca”. “Y las palabras corren río abajo, padre”, es decir, no se quedan aquí sino que hacen paso a algo que les sigue… ¿y les antecede? ¿Se nota cómo el tiempo ya no es claro en Nautilus? Tiempo y espacio se traban para que, desordenando ambas coordinadas, podamos hacer más recientes a las noches y acabemos de conocerla.

Siguiendo las fechas del libro, Marisa tiene cerca de cuarenta años cuando en dos mil once comienza a vivir en las islas del delta de San Fernando y emprende la escritura de estos poemas que, tras más de una década de isla y reescritura, comienzan a circular entre nosotros. ¿Por qué entonces la imagen se nos presenta inaugural, en despegue? ¿Dónde estaba antes? “La primera lección fue sumergirme hondo / ser invisible / nadar bajo el agua / lejos de la familia”. 

Y a página siguiente las respuestas, las explicaciones. “Yo no vivía en mí / ni cerca de mí / ni dueña de mí”. Una vez yo y tres veces mí, esto también es nuevo en los poemas de Marisa, en la página de al lado…. Y las preguntas vuelven, retienen la lectura. ¿La familia no es nuestra casa? ¿Qué somos al alejarnos de la familia? “Protegía la cría hilvanaba collares”, la estrofa de abajo, un solo verso partido en dos para dos tareas… ¿contiguas, paralelas, sustituibles? Protegía la cría, siete sílabas, hilvanaba collares, otras siete. ¿Se protegía la cría con collares? Y entonces, como una clave para leer todo el libro, dos versos triunfales: “un día regresé del exilio / para volver al reino”. 


3


Monte y río devoraban la madera

mi padre en el lecho del agua

soñaba casas de árbol botes plegables


yo no vivía en mí

ni cerca de mí

ni dueña de mí


protegía la cría hilvanaba collares


un día regresé del exilio

para volver al reino.


Las preguntas son sencillas, pero necesarias. ¿Cuánto se tarda en crecer? ¿Cuáles fueron los motivos del exilio? Aunque parezcan distintas, ambas se reúnen a un lado y otro de la página como umbrales disonantes para entrar a este libro breve. El procedimiento no es azaroso. Como ya decía, la yuxtaposición anida en muchos momentos de Nautilus, como en el encuentro de estas dos preguntas disímiles, o como en la fotografía de Alejandra Correa que ilustra una tapa sin ningún hogar, pero que confunde agua, raíces, hojas y luces que no consiguen parecerse ni ordenarse. Todos los acordes de la isla son desiguales y juntos. Esa desigualdad puede rastrearse en las palabras, los epítetos, la juntura: ajuar y niebla, bruma e iglesia, lanchas y cortejo, costilla y barro, gasa y sauce, padre y naranjas.

¿Será que hemos nacido en el exilio? La familia, a un lado de la página, y nosotras al otro, teniendo hijos, hilvanando collares, multiplicando el árbol hacia el futuro pero sin saber qué hacer con el presente. La familia de la que nos alejamos sumergiéndonos hondo primero, corte de verso, siendo invisibles después, corte de verso, y finalmente nadando bajo el agua no es sólo la que nos tuvo sino la que tuvimos. Vuelta sobre sí misma, la figura del yo queda fuera de sí, sin poder habitarse aunque sea mí cuerpo el punto exacto en que un lado del tiempo se comunica con otro a uno y otro lado de la página.

En este reino “las hortensias gozan de la vecindad / del junco que oscila / con el movimiento del agua”. Tierra y agua juntas para que sea posible dormir como recién nacidas, estar cerca del origen. Muerte y vida juntas, para que el padre permita a la hija encontrar un futuro. Padre y naranjas juntos, para que la maduración sea perfecta y vuelva con cada helada cada invierno.

Quienes gozamos de la vecindad de las mujeres sabemos, al igual que las hortensias junto a los juncos, cuánto les ha costado y cuesta en ésta, nuestra vida, silencio, soledad, isla. Qué difícil, qué cruel, qué innecesaria tanta demora, tanta falta de respeto, tanta mordaza sobre aquello que queríamos. Qué dichosa, qué festiva, qué rabiosa (son los términos del libro) la manera en que podemos volver a mí como un reino de dos letras, un territorio breve pero conquistado, una isla perdida.

Todavía no sabemos cómo devolveremos a las mujeres el tiempo hilvanado de collares con que, sin que nadie les pidiera, nos criaron. Mas es bueno comenzar a hacer las cuentas. 

 



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