
Cuando
volvió a publicar y nos permitió leer Las
borrajas azules (2014), tuvimos el privilegio de asistir a la poderosa
puesta en voz de una obra que está plagada de marcas de la oralidad. Al leer
sus poemas, Alfaro reponía las entonaciones pasadas y las llevaba al futuro a
través suyo. Daba el énfasis suficiente a las mayúsculas, negritas y cursivas
que están en ese libro y que estarán en todos los siguiente porque en Las borrajas la poesía de Juan Manuel
asume con plenitud su forma de archivo. Luego del silencio que había habido
entre la publicación de Plena palabra (2002),
su Fray Mocho de poesía, hasta ese libro, su escritura había aflojado sus
formas y se había permitido ir indistintamente de la prosa al verso a lo largo
de un mismo libro o de un mismo poema. Pero con ese afloje de costuras,
significativo para una escritura que nos legó con un oficio del que carecemos
tanto sonetos como milongas, se reforzó una conciencia de la propia obra acerca
de su ubicación. A la medida que se abandona el presente que había
caracterizado sus textos de fines de los ochenta y los noventa, se afianza una
zona que ya estaba en su obra pero que ahora está decidida a tomarlo todo. La
reelaboración del recuerdo, su desplazamiento a través del tiempo y la
escritura, así como la pregunta acerca de lo que fue y pudo haber sido.
Esto
fue hace diez años. Había podido conocerlo el año anterior, y entrevistarlo
para la Barriletes. Yo leía por aquel
tiempo a Carlos Mastronardi y Arnaldo Calveyra, y encontraba en ellos formas
específicas de la memoria que territorializaban el recuerdo en nuestra
provincia. También formas de la distancia que se habían operado en Mastronardi
entre la provincia y Buenos Aires, en Calveyra entre el campo y Mansilla,
Mansilla y Buenos Aires, Buenos Aires y París. Capas de distancia que
conservaban el recuerdo y que, lejos de achicar el espacio, lo extendían. Me
sorprendía encontrar entonces también ese rasgo en los poemas de Juan Manuel,
que desde Cauce (1979), su libro del
servicio militar, ya poseen ese cúmulo de distancias físicas y temporales que
el poema se afanaría a lo largo de cuatro décadas por sostener. No se trata de
reparar la distancia, sino de mantenerla: “No creas que me fui de tus manteles,
/ yo sólo fui a traer la leña para mayo. / Anduve repartiéndole arena a las
orillas / de todos los arroyos de mi boca en el árbol”. De Algarrobitos a
Nogoyá, de Nogoyá a Paraná. De la niñez a la adultez, de la adultez a la vejez.
Cuando reponía la oralidad de los textos, Juan Manuel no solo traía al presente
voces ajenas, como las de los clientes del almacén de la tía Justa, que repiten
en la primer estrofa del poema sus pedidos “de última instancia”, sus “imprevisiones
cotidianas”, sino que también traía los cortes que el tiempo habían dado a lo
que sucedía. En el último poema de Los
teros de la gracia (2015) sostiene su enunciación de la violencia política
y el terrorismo de Estado a través de una serie de comillas, repeticiones y
signos de exclamación. Cuando quiere dejar una voz sola, hace corte de
estrofas, de manera que cada estrofa que comience sea la vuelta a tomar aire de
la voz que enuncia. Deja entre el blanco de cada estrofa el espacio suficiente
para tomar otros clivajes de la voz, tanto dentro del poema como fuera, cuando
él los leía.
¿Cómo
los leeremos nosotros? Dichos orales, negritas, cursivas, comillas, cortes de
verso, versos largos, prosas poéticas, puntos suspensivos, mayúsculas. Alfaro
quería que el poema se pareciese a la experiencia, no porque se creyese un
documentalista sino porque confiaba en lo que la forma poética puede guardar
dentro suyo. Cuando publicó Nombres
propios (2019) lo hizo porque le faltaba un libro “de Nogoyá”, ya que ya había
hecho uno de Paraná, Ciudad Jacarandá
(2018). Cuando nació su primer nieta se dedicó a hacerle un libro para ella, El libro de Francisca (2019), y cuando
sintió que faltaban tomos dedicados a la obra de Marcelino Román, el Zurdo
Martínez, Hector Jorge Deut y Carlos Álberto Álvarez él mismo los hizo. Tal vez
haya sido de los últimos de nuestros escritores que sintiese nuestra tarea como
una materia concreta que interviene sobre la comunidad de una forma propia.
Siguió con esa línea hasta el final cuando hace apenas unas semanas celebramos
la publicación de Vecindades (2023),
un libro sobre su barrio.
Juan
Manuel confiaba en la escritura como una manera de persistencia, también de
justicia. Una forma de saldar las cuentas que nos hayan quedado, de ser
generosos. Cuando hizo Los teros de la
gracia nos contaba que lo había escrito porque uno vez lo habían criticado
diciendo “a ver con cuantos teros se nos viene”, suponiendo que su poesía era
regionalista y folklórica, y por ello debía estar plagada de esos pájaros bien
entrerrianos. Lejos de molestarse, Juan Manuel volvió a sus libros para fijarse
si, en efecto, tenía algún poema sobre teros y al darse cuenta de que no,
escribió uno. No se me ocurre una imagen más simple y precisa de la escritura.
Por ello sus textos están llenos de claridad, porque él no se enroscaba en los
textos. Había llegado a conocer una generación en la cual la escritura era un
oficio, una identidad menos fluctuante que para nosotros, y por ello podía
reconocerse como un trabajador de la palabra. Y cuando digo oficio no me refiero
a trabajo de subsistencia sino a conocimiento acerca de un trabajo. También a
sentido de una tarea. Alfaro sabía para qué escribía, qué quería guardar, de
qué no se quería olvidar. Pero no era, claro, un regionalista ni un
memorialista. Lejos de ser apacibles, sus narraciones del pasado tienen
muchísimas preguntas, vericuetos e insistencias que van transformando los
recuerdos mientras los exhuman. A la vez que se siente tentado a desperdigar
notas complementarias, epígrafes y dedicatorias que nos den los datos precisos,
compone poemas que se centran en capítulos privados, brevísimos, pequeñísimos
de las biografías de quienes trae hacia nosotros, los objetos en que se detiene
o las escenas que decide rememorar. Así en su último libro cuando recuerda a la
propietaria de un kiosko del barrio lo hace mediante su gracia de resolver
crucigramas. Con hermosura, se detiene sobre cómo empezó todo en su infancia
cuando sin querer resolvió un enigma para sus tías al decirles que la respuesta
era tos. Y entonces él aprovecha y se
queda todo el texto con ese término tan diminuto, con la belleza de una niña
diciendo tos. No es solo una mirada
al sesgo, sino una decisión de pensar nuestras vidas a través de la modestia y
la repetición.
Siempre
supe que Juan Manuel sabía de la vida, desde la primera vez que lo conocí. No
solo por su edad, sino por cómo se manejaba, a qué le daba importancia, qué
pensaba. En sus libros en todo caso me dediqué a buscar cómo ese saber le
permitía desplazar las operaciones de la memoria y hacerse de una poética
propia de los recuerdos. Una poética que entiende el pasado no como una figura
monolítica y ya cerrada, sino como una experiencia que sigue junto a nosotros,
aún abierta a nuestra vida. Así lo muestra uno de los momentos más fuertes de
ese desplazamiento, cuando en el último poema de Las borrajas azules se encuentra con un timbó crecido en donde fue
su casa de la infancia:
Junto
a la casa,
a
lo que queda de lo que fue la casa,
ha
crecido un timbó
hasta
una altura
que
hubiera sido la fiesta más alta de la infancia.
“Ahora
no hay patio, ni aljibe, ni huerta, ni glicinas”, dice en el verso-estrofa que
sigue para dar cuenta de lo que ya no es junto a lo que ahora sí. El poema
consiste en preguntarse cómo hubiera sido tener ese timbó en la infancia, es
decir, el poema consiste en llevarse desde el presente al pasado un elemento,
un árbol, una experiencia, una posibilidad, un tiempo, que se ha juzgado
suficientemente hermoso y noble para estar en nuestro pasado, para ser parte de
nuestra infancia. Como archivo, el poema toma voces, objetos, seres de todo
tipo y los conserva dentro suyo: “¿Cómo hubiera sido mirar desde tan alto? //
¿De cuánta luz la luz? // ¿Hubiera estado el cielo donde estaba?”. Las
preguntas rompen todo tono regionalista para dar paso a otro tipo de misterio y
belleza.
No
solo el pasado puede llenarse de presentes, sino también el futuro de pasados.
Como en la escena de la modestia, como en el poema de la tía Justa en que la
hermana mayor del padre se asienta dentro de la obra del hijo de soslayo,
sentado a uno de los costados del banquete, junto a su padre, sosteniendo una
conversación tan terrenal como siempre. Allí donde ni siquiera la eternidad
alcanza para que ella cambie sus hábitos puesto que “tal vez esté extrañando el
delantal / en el que frotaba sus manos todavía enharinadas por el amasijo /
cuando venía de la cocina, monologando sus rezongos, / si alguien aparecía por un paquetito de pimentón” porque el
almacén de la tía Justa era el reparo “donde abrevaban las imprevisiones
cotidianas”. Aquellas que hacen que ahora extrañe su delantal y ocupe su sitio
en el banquete (si es cierto, nos advierte Juan Manuel, que de los pobres el
Reino de los Cielos), pero esté atenta todavía:
tal
vez pensando que, en cualquier momento, si falta algo en el banquete
ella
se va a tener que levantar,
porque
siempre fue así
y
ahora tiene que ir acostumbrándose a las imprevisiones de los Dioses.
Tengo
que dar taller esta tarde, pero no logro concentrarme en los textos que voy a
enseñar porque desde anoche me la paso saltando de unos poemas a otros, entre
unos y otros costados de su obra. Tengo todos sus libros, los que conseguí en
lo Atman cuando recién conocía su escritura, los que me regaló y dedicó
prolijamente llamándome “poeta” y “amigo”, a cuál título más noble e inmerecido
que el otro, los que compré en cada una de sus siguientes presentaciones, los
dos que tuvimos el placer de editar juntos. Luego de una década de silencio, él
volvió a publicar con Las borrajas azules
y me sigue pareciendo que ahí dentro están las claves para volver a leer toda
su obra de nuevo y de otro modo. Entre ellas esa escena en que incluso el reino
de los cielos está lleno de imprevisiones, y el banquete puede no ser eterno
sino escaso. ¿Qué imagen de la poesía es esa en que alguien se levanta, las
manos enharinadas por el amasijo, y se dirije entre rezongos a dar a los
clientes unas últimas moneditas, unos utensilios mágicos con los que seguir
tirando? ¿Qué sílabas son los recuerdos vueltos pequeños alimentos, eternidades
minúsculas? ¿Cómo puede ser que la vida se nos haga tan grande cada vez que la
achicamos? Es decir, ¿para qué lado se la achica, para qué lado se la agranda?
Los poemas de Juan Manuel insisten en la confianza inaudita de que alguna vez
estuvimos aquí, y que tenemos que ser correctos y modestos al ver para qué lado
seguir tirando, cómo ocupar nuestro lugar en el banquete, qué rama elegir para
ir sombreándonos, qué no pueden prever siquiera los dioses.

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Las fotos son de Zotake, y corresponden a cuando publicamos la reedición de La piedra azul en 2019. Tenemos el honor de que al otro día Alfaro escribió en Facebook que había sido la presentación más hermosa la que fue, aunque seguro ahora ya quedamos segundos después del merecido homenaje del otro día con Vecindades.