sábado, 17 de febrero de 2024

la duda




En las escenas finales de Pasaporte a Río, Mirtha Legrand y Francisco de Paula se encuentran al borde de un puerto prontos a volver a Buenos Aires a través de una lancha incógnita. Tienen que escapar de una intriga policial en la que se han visto, durante toda la hora restante de la película, lentamente envueltos. Pero también deben intentar saltear una trama de afectos posibles y defectuosos hasta encontrar el matrimonio futuro. La película de Tinayre campea la segunda mitad de los '40, y todavía el matrimonio constituye el final de la novela. 

El puerto se ilumina de manera tal que cuando Mirtha camina a través suyo tenemos la impresión de ver un escenario, de asistir al teatro. El centro está despejado mientras los contornos se encuentran atiborrados de contenedores, pasillos y puertas. La luz de un faro, atravesando regularmente a los personajes, permitiendo un claroscuro en sus últimas escenas de amor, contribuye a esa sensación. 

¿Qué era el futuro para estas películas? ¿Qué entendían por el amor? Para irse de Río, Mirtha debe cerrar su amor con Ramón Machado a quien conoció delinquiendo frente a sus ojos en el teatro, a quien siguió reconociendo en la pensión, en el teléfono y en el mismo bar donde volvieron a encontrarse a un país de distancia. Ellos se enamoran, o eso creen, y la película textualiza esa duda. 

Yendo en barco para cumplir un pedido de Ramón mientras está preso, Mirtha encuentra más amor. El médico de a bordo, a quien usa Mirtha para conseguir llegar a salvo de la ley hasta su destino. El médico a quien Ramón deberá entregar a quien quiso para sí antes de entregar su propio cuerpo a la policía. Una economía llenísima, una economía improbable donde los tres protagonistas se preguntan todo el tiempo cuánto vale un hombre, cuánto una mujer, cuál amor importa, a quién entregarle el futuro.

Los dos escenarios en que se inscribe Pasaporte a Río, el del comienzo y el del final, se preguntan ellos también qué escenificar. Muchas películas de la época coinciden en desconfiar del amor, pero algunas insisten en llevar y traer alrededor suyo, forzando las posibilidades. Mirtha se va con el médico, al que preferirá por sobre el delincuente. Pero antes está el periplo, la duda, el deseo, es decir, la película.

miércoles, 7 de febrero de 2024

las imprevisiones de los dioses

 


Cuando volvió a publicar y nos permitió leer Las borrajas azules (2014), tuvimos el privilegio de asistir a la poderosa puesta en voz de una obra que está plagada de marcas de la oralidad. Al leer sus poemas, Alfaro reponía las entonaciones pasadas y las llevaba al futuro a través suyo. Daba el énfasis suficiente a las mayúsculas, negritas y cursivas que están en ese libro y que estarán en todos los siguiente porque en Las borrajas la poesía de Juan Manuel asume con plenitud su forma de archivo. Luego del silencio que había habido entre la publicación de Plena palabra (2002), su Fray Mocho de poesía, hasta ese libro, su escritura había aflojado sus formas y se había permitido ir indistintamente de la prosa al verso a lo largo de un mismo libro o de un mismo poema. Pero con ese afloje de costuras, significativo para una escritura que nos legó con un oficio del que carecemos tanto sonetos como milongas, se reforzó una conciencia de la propia obra acerca de su ubicación. A la medida que se abandona el presente que había caracterizado sus textos de fines de los ochenta y los noventa, se afianza una zona que ya estaba en su obra pero que ahora está decidida a tomarlo todo. La reelaboración del recuerdo, su desplazamiento a través del tiempo y la escritura, así como la pregunta acerca de lo que fue y pudo haber sido.

 

Esto fue hace diez años. Había podido conocerlo el año anterior, y entrevistarlo para la Barriletes. Yo leía por aquel tiempo a Carlos Mastronardi y Arnaldo Calveyra, y encontraba en ellos formas específicas de la memoria que territorializaban el recuerdo en nuestra provincia. También formas de la distancia que se habían operado en Mastronardi entre la provincia y Buenos Aires, en Calveyra entre el campo y Mansilla, Mansilla y Buenos Aires, Buenos Aires y París. Capas de distancia que conservaban el recuerdo y que, lejos de achicar el espacio, lo extendían. Me sorprendía encontrar entonces también ese rasgo en los poemas de Juan Manuel, que desde Cauce (1979), su libro del servicio militar, ya poseen ese cúmulo de distancias físicas y temporales que el poema se afanaría a lo largo de cuatro décadas por sostener. No se trata de reparar la distancia, sino de mantenerla: “No creas que me fui de tus manteles, / yo sólo fui a traer la leña para mayo. / Anduve repartiéndole arena a las orillas / de todos los arroyos de mi boca en el árbol”. De Algarrobitos a Nogoyá, de Nogoyá a Paraná. De la niñez a la adultez, de la adultez a la vejez. Cuando reponía la oralidad de los textos, Juan Manuel no solo traía al presente voces ajenas, como las de los clientes del almacén de la tía Justa, que repiten en la primer estrofa del poema sus pedidos “de última instancia”, sus “imprevisiones cotidianas”, sino que también traía los cortes que el tiempo habían dado a lo que sucedía. En el último poema de Los teros de la gracia (2015) sostiene su enunciación de la violencia política y el terrorismo de Estado a través de una serie de comillas, repeticiones y signos de exclamación. Cuando quiere dejar una voz sola, hace corte de estrofas, de manera que cada estrofa que comience sea la vuelta a tomar aire de la voz que enuncia. Deja entre el blanco de cada estrofa el espacio suficiente para tomar otros clivajes de la voz, tanto dentro del poema como fuera, cuando él los leía.

 

¿Cómo los leeremos nosotros? Dichos orales, negritas, cursivas, comillas, cortes de verso, versos largos, prosas poéticas, puntos suspensivos, mayúsculas. Alfaro quería que el poema se pareciese a la experiencia, no porque se creyese un documentalista sino porque confiaba en lo que la forma poética puede guardar dentro suyo. Cuando publicó Nombres propios (2019) lo hizo porque le faltaba un libro “de Nogoyá”, ya que ya había hecho uno de Paraná, Ciudad Jacarandá (2018). Cuando nació su primer nieta se dedicó a hacerle un libro para ella, El libro de Francisca (2019), y cuando sintió que faltaban tomos dedicados a la obra de Marcelino Román, el Zurdo Martínez, Hector Jorge Deut y Carlos Álberto Álvarez él mismo los hizo. Tal vez haya sido de los últimos de nuestros escritores que sintiese nuestra tarea como una materia concreta que interviene sobre la comunidad de una forma propia. Siguió con esa línea hasta el final cuando hace apenas unas semanas celebramos la publicación de Vecindades (2023), un libro sobre su barrio.

 

Juan Manuel confiaba en la escritura como una manera de persistencia, también de justicia. Una forma de saldar las cuentas que nos hayan quedado, de ser generosos. Cuando hizo Los teros de la gracia nos contaba que lo había escrito porque uno vez lo habían criticado diciendo “a ver con cuantos teros se nos viene”, suponiendo que su poesía era regionalista y folklórica, y por ello debía estar plagada de esos pájaros bien entrerrianos. Lejos de molestarse, Juan Manuel volvió a sus libros para fijarse si, en efecto, tenía algún poema sobre teros y al darse cuenta de que no, escribió uno. No se me ocurre una imagen más simple y precisa de la escritura. Por ello sus textos están llenos de claridad, porque él no se enroscaba en los textos. Había llegado a conocer una generación en la cual la escritura era un oficio, una identidad menos fluctuante que para nosotros, y por ello podía reconocerse como un trabajador de la palabra. Y cuando digo oficio no me refiero a trabajo de subsistencia sino a conocimiento acerca de un trabajo. También a sentido de una tarea. Alfaro sabía para qué escribía, qué quería guardar, de qué no se quería olvidar. Pero no era, claro, un regionalista ni un memorialista. Lejos de ser apacibles, sus narraciones del pasado tienen muchísimas preguntas, vericuetos e insistencias que van transformando los recuerdos mientras los exhuman. A la vez que se siente tentado a desperdigar notas complementarias, epígrafes y dedicatorias que nos den los datos precisos, compone poemas que se centran en capítulos privados, brevísimos, pequeñísimos de las biografías de quienes trae hacia nosotros, los objetos en que se detiene o las escenas que decide rememorar. Así en su último libro cuando recuerda a la propietaria de un kiosko del barrio lo hace mediante su gracia de resolver crucigramas. Con hermosura, se detiene sobre cómo empezó todo en su infancia cuando sin querer resolvió un enigma para sus tías al decirles que la respuesta era tos. Y entonces él aprovecha y se queda todo el texto con ese término tan diminuto, con la belleza de una niña diciendo tos. No es solo una mirada al sesgo, sino una decisión de pensar nuestras vidas a través de la modestia y la repetición.

 

Siempre supe que Juan Manuel sabía de la vida, desde la primera vez que lo conocí. No solo por su edad, sino por cómo se manejaba, a qué le daba importancia, qué pensaba. En sus libros en todo caso me dediqué a buscar cómo ese saber le permitía desplazar las operaciones de la memoria y hacerse de una poética propia de los recuerdos. Una poética que entiende el pasado no como una figura monolítica y ya cerrada, sino como una experiencia que sigue junto a nosotros, aún abierta a nuestra vida. Así lo muestra uno de los momentos más fuertes de ese desplazamiento, cuando en el último poema de Las borrajas azules se encuentra con un timbó crecido en donde fue su casa de la infancia:

 

Junto a la casa,

a lo que queda de lo que fue la casa,

ha crecido un timbó

hasta una altura

que hubiera sido la fiesta más alta de la infancia.

 

“Ahora no hay patio, ni aljibe, ni huerta, ni glicinas”, dice en el verso-estrofa que sigue para dar cuenta de lo que ya no es junto a lo que ahora sí. El poema consiste en preguntarse cómo hubiera sido tener ese timbó en la infancia, es decir, el poema consiste en llevarse desde el presente al pasado un elemento, un árbol, una experiencia, una posibilidad, un tiempo, que se ha juzgado suficientemente hermoso y noble para estar en nuestro pasado, para ser parte de nuestra infancia. Como archivo, el poema toma voces, objetos, seres de todo tipo y los conserva dentro suyo: “¿Cómo hubiera sido mirar desde tan alto? // ¿De cuánta luz la luz? // ¿Hubiera estado el cielo donde estaba?”. Las preguntas rompen todo tono regionalista para dar paso a otro tipo de misterio y belleza.

 

No solo el pasado puede llenarse de presentes, sino también el futuro de pasados. Como en la escena de la modestia, como en el poema de la tía Justa en que la hermana mayor del padre se asienta dentro de la obra del hijo de soslayo, sentado a uno de los costados del banquete, junto a su padre, sosteniendo una conversación tan terrenal como siempre. Allí donde ni siquiera la eternidad alcanza para que ella cambie sus hábitos puesto que “tal vez esté extrañando el delantal / en el que frotaba sus manos todavía enharinadas por el amasijo / cuando venía de la cocina, monologando sus rezongos, / si alguien aparecía por un paquetito de pimentón” porque el almacén de la tía Justa era el reparo “donde abrevaban las imprevisiones cotidianas”. Aquellas que hacen que ahora extrañe su delantal y ocupe su sitio en el banquete (si es cierto, nos advierte Juan Manuel, que de los pobres el Reino de los Cielos), pero esté atenta todavía:

 

tal vez pensando que, en cualquier momento, si falta algo en el banquete

ella se va a tener que levantar,

porque siempre fue así

y ahora tiene que ir acostumbrándose a las imprevisiones de los Dioses.

 

Tengo que dar taller esta tarde, pero no logro concentrarme en los textos que voy a enseñar porque desde anoche me la paso saltando de unos poemas a otros, entre unos y otros costados de su obra. Tengo todos sus libros, los que conseguí en lo Atman cuando recién conocía su escritura, los que me regaló y dedicó prolijamente llamándome “poeta” y “amigo”, a cuál título más noble e inmerecido que el otro, los que compré en cada una de sus siguientes presentaciones, los dos que tuvimos el placer de editar juntos. Luego de una década de silencio, él volvió a publicar con Las borrajas azules y me sigue pareciendo que ahí dentro están las claves para volver a leer toda su obra de nuevo y de otro modo. Entre ellas esa escena en que incluso el reino de los cielos está lleno de imprevisiones, y el banquete puede no ser eterno sino escaso. ¿Qué imagen de la poesía es esa en que alguien se levanta, las manos enharinadas por el amasijo, y se dirije entre rezongos a dar a los clientes unas últimas moneditas, unos utensilios mágicos con los que seguir tirando? ¿Qué sílabas son los recuerdos vueltos pequeños alimentos, eternidades minúsculas? ¿Cómo puede ser que la vida se nos haga tan grande cada vez que la achicamos? Es decir, ¿para qué lado se la achica, para qué lado se la agranda? Los poemas de Juan Manuel insisten en la confianza inaudita de que alguna vez estuvimos aquí, y que tenemos que ser correctos y modestos al ver para qué lado seguir tirando, cómo ocupar nuestro lugar en el banquete, qué rama elegir para ir sombreándonos, qué no pueden prever siquiera los dioses. 




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Las fotos son de Zotake, y corresponden a cuando publicamos la reedición de La piedra azul en 2019. Tenemos el honor de que al otro día Alfaro escribió en Facebook que había sido la presentación más hermosa  la que fue, aunque seguro ahora ya quedamos segundos después del merecido homenaje del otro día con Vecindades.

un sahumerio de jazmín

Falté a casa docenas de horas estos días, de modo que antes de dormirme enciendo una vela a medio hacer de las semanas pasadas. Saco una car...