lunes, 31 de julio de 2023

tres zapallos se preguntan





 sobre Largo tiempo para charlar de Noelia Rivero. La Ballesta Magnífica. Buenos Aires. 2022.


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“En mi mesa, paraditos y en fila, / tres zapallos se preguntan / por la madre a la que estaban unidos”. La infancia se construye verso por verso a través de sucesivas envolturas que la densifican y aumentan. Paraditos y en fila, como los niños de la escuela. En mi mesa, como los niños propios. La gracia está, la metonimia está, en la manera en que la experiencia humana puede hacer de marco para entender el resto de los elementos: “tres zapallos se preguntan / por la madre a la que estaban unidos”. 

Sin embargo estos ejercicios poéticos de comprensión no nos atraerían tanto si a ese movimiento que va de la infancia hacia el resto, de la humanidad hacia la flora y fauna, no tuviesen también una contrapartida, un compás inverso, una vuelta sobre sí; en este caso, en forma de segunda estrofa:


En mi mesa, paraditos y en fila,

tres zapallos se preguntan

por la madre a la que estaban unidos:


esa larga cinta verde

por donde eran murmurados.


Sin ser zapallo, hace tiempo me pregunto por las formas contemporáneas de la poesía, y supongo es por este tipo de operaciones donde ambos lados de la experiencia, la humana y la ajena, son mutuamente extrañados por su contacto. La infancia también está presente en el título de este poema, en apariencia escolar, “Cosecha”… y se repite en otras piezas del libro, “Rimas”, “Chismes”, “Nieblita”.  

Pero más allá de esto, no son solo infancia y escuela quienes se transforman dentro del poema sino también la maternidad. A un lado, paraditos y en fila, una estrofa, y a otro, otra estrofa, en-cinta y murmurando. Me parece muy precioso asistir a una forma de parto que se asemeja al murmullo, que es participio y constancia, permanencia en el tiempo, en lugar de pretérito perfecto. Los zapallos tuvieron tiempo a crecer antes de nacer, no fueron hasta aquí separados de la madre a la que estaban unidos, y a la que tal vez pensaron estarían unidos para siempre. La madre por su parte, no tiene forma precisa sino que se extiende con ellos, se vuelve larga, como si el cordón umbilical no se cortase, y de los padres no tuviésemos ni noticias. De hecho, en el poemario hay niños, ropa, aves, amigas y muertas (o muertos, quién sabe) pero pocos o ningún hombre como candidato a padre de alguien.

Son, y quiero repetirlo porque en ello estoy pensando, ejercicios de comprensión e incomprensión mutua. Al libro vuelven a través de los poemas algunos significantes a manera de pregunta, o algo más pequeño que la pregunta, como dudas: el afuera, las mantas, las canciones. Sobre cada uno de ellos hay una teoría que no termina de escribirse:


¿QUÉ había afuera?

Parecemos hijos de esa luz extraña,

gobernada con helicópteros, a distancia.


La pregunta sería, claro, qué había adentro antes de ser murmurados, antes de parecer, antes de aparecer. ¿No será de quién somos hijos lo que los zapallos, tan extrañados, se preguntan? Este poema termina diciendo “por el rastro de las palabras más tontas / va la cancioncita antiquísima del amor”, y me recuerda que las palabras en sí son también una zona de significados que se repite en muchos momentos del libro. No sólo en el murmullo como acción de dar a luz (“parecemos hijos de esa luz extraña”), sino en formas escritas, librescas además de las orales:


Entro y observo la tragedia.

Hago lo necesario.

Luego la leo trabajosamente

como quien sigue con el dedo

las letras de un cartel en otro idioma.

No me esfuerzo. Abandono el asunto,

aunque un eco lleno de pena

repita bajito algunos parlamentos.


Yo no abandono el asunto. Me interesa saber qué hacen estos poemas con la escritura, qué piensan de ella, y por consecuencia de nuestros cuerpos, sus fuentes, sus murmullos. La tragedia ocupa solo esta estrofa del poema, mientras las siguientes se encargan del humo y las frutillas. Sin embargo, mientras está, la tragedia puede observarse y leerse, es representación y parlamento a la vez, luego eco lleno de pena. Primero hago lo necesario, luego la leo trabajosamente. Hay una manera de adjetivar que sí se esfuerza, o al menos se trenza: “Verdísimo, muy junto”, “Yuyos lindos, de finales dorados”, “una sirena sola”. ¿Cuál es la tragedia que se entra y observa si los poemas insisten en felicidades, finales dorados, verdes muy juntos, sirenas a las que alcanza su voz para morir?

Una de las puntuaciones de la poesía contemporánea es su amplia conciencia de sí misma, algo que puede observarse en los cortes de versos, las formas que consiguen sobre la hoja las piezas, el esfuerzo por empequeñecer una forma. Esa búsqueda pequeña, el ejercicio por volver hogareña la amplitud, familiar la existencia, ya hace tradición en nuestra poesía. Un hermoso ejemplo de ello en este libro es este poema sobre la lluvia:


LA LLUVIA

liviana y fraterna

sobre los campos dormidos

que aceptan este sonido siempre de pasitos,

ese nido de mínimas hojas,

de insectos;

todas esas perlas

que van siendo bebidas.


En estos poemas los cuerpos se disgregan y multiplican. Hay pies, capaces de dar pasitos sobre los campos dormidos, hay campos enteros, cuerpos gigantes, capaces de dormir, hay madres invisibles capaces de componer nidos de mínimas hojas, hay bocas capaces de beber perlas. Los dos epígrafes de Largo tiempo para charlar, uno de Liliana Ponce y otro de Roberta Iannamico, inscriben al libro en una doble corriente, dentro de la cual la ingenuidad trabajada de los poemas de Iannamico se encuentra con el secreto sopesado de los poemas de Liliana Ponce. Los poemas de Noelia Rivero parecen ubicarse equidistantes a ambas maneras, y eso los vuelve más interesantes.

También porque en cierto modo, la poesía ya nacida nos obliga a preguntarnos cómo crecerá, qué será cuando sea grande. Sin olvidar, nosotras no podemos ser ingenuas aunque queramos parecerlo, que preguntarnos por el futuro de los poemas es preguntarnos por el futuro de los términos que usamos, nuestras charlas, nuestro tiempo.

En este sentido no quiero abandonar mí lectura sin mnconar el trabajo que aquí se hace sobre la cosecha, la de los zapallos, pero también la de los yuyos, los contenedores de basura, los hijos, los muertos y las lluvias. La cosecha parece ser la manera que Noelia ha elegido para hacer metáfora del tiempo, y con ella también de madres e hijos que es una figura, necesariamente, del paso del tiempo. “Corazón de buey” comienza contándonos que plantó carqueja y probó gazpacho:


y con hambre muerdo una máquina del tiempo, un salto de fe:

el tomate más rico del mundo, sus semillas, que guardo,

los años que ellas prometen hacer venir.


Morder la cosecha para con ella viajar en el tiempo, preguntarnos por la cinta que nos murmuró, oír el eco penoso de la tragedia mientras se la abandona son todas formas de ir hacia el futuro, no sin dudas, pero sí con máquinas, poemas, acciones necesarias: “Hago lo necesario” / “planté carqueja”, “probé gazpacho”. ¿Qué será lo que todavía nosotras podemos hacer en el mundo antes que acabe? Aceleradas por el futuro buscamos presentes y pasados que lo compensen, esa es nuestra hambre, y con ella mordemos todas, toditas, las máquinas del tiempo.


un sahumerio de jazmín

Falté a casa docenas de horas estos días, de modo que antes de dormirme enciendo una vela a medio hacer de las semanas pasadas. Saco una car...