domingo, 4 de julio de 2021

La lechuza | Teresita Yugdar



-¡No haga eso patroncito! ¡Le va a caer la mala suerte encima!

La voz grave detuvo al muchacho. No muy convencido, bajó el rifle.

Sobre un poste de ñandubay, la lechuza lo miraba, como escudriñando sus pensamientos.

No fue la advertencia del peón la causa de su forzada obediencia, sino el respeto que imponía el viejo Gauna. Viejo de Montiel, baqueano, conocedor de las ruindades humanas.

Salvando el orgullo con un gesto despectivo y murmurando sobre las pavadas de esta gente ignorante, emprendió el galope hacia la estancia.

Dos días antes había llegado prepotente, desdeñoso: era el hijo del patrón. 

Dos días le bastaron para ganarse el recelo y el disgusto de la peonada.

Dos días para dejar tras su paso un reguero de pájaros y animales muertos. Probaría puntería.

Ahora, fumando bajo los arcos de la galería, permite que la luna, espléndida y rojiza, se adormezca pesadamente sobre el algarrobal sin conmoverlo.

La noche arrima voces del monte, que se mezclan con el casi imperceptible vuelo de los murciélagos y el grito de algún tero siempre alerta.

Un triduo de chistidos le recuerda el episodio vespertino. Aplasta el cigarrillo con fastidio y se retira programando una nueva jornada de masacre.

Al día siguiente, con el sol a medio camino hacia el cenit, hace ensillar el gateado –espantadizo y huraño- por contraria los consejos del viejo Gauna, y se aboca con entusiasmo a la empresa destructiva.

Gallaretas, bandurrias, horneros, zorzales, todo perece ante su práctica de tiro. Siente rebullir la sangre en triunfo con cada víctima, hasta que su itinerario se puede reconstruir con sólo buscar estertores de agonía entre despojos de plumas.

Resuelve saltear el almuerzo. La sed del caballo lo tiene sin cuidado. ¡Hay tanto bicho para entrenarse!

Ya casi son las tres. La fatiga le sugiere retornar, pero lo distrae un gran lagarto overo.

El reptil observa golosamente una lechiguana, calcula bien las distancias, golpea con fuerza el noque y huye con la cola cargada de dulcísima miel.

Un balazo certero echa por tierra al comensal y al postre. Las avispas furiosas, se ensañan con el cadáver. Otras descubren al muchacho y lo acosan con dolorosos aguijonazos, persiguiéndolo un buen trecho sin atender a sus maldiciones.

El calor es denso y húmedo. El viento norte sopla insidiosamente. Las picaduras queman como brasas. El malhumor anda montado y busca donde descargarse.

Cerca de un tala seco, cuyas ramas de durísima madera semejan lanzas dispuestas para el ataque, la lechuza de la víspera reposa sobre el mismo poste de ñadubay, ignorando (o adivinando) el destino que la aguarda.

Los ojos humanos relampaguean de placer y barbarie. Los ojos del ave permanecen mansos y quietos.

No le basta matarla. La crucifica salvajemente en las púas del alambrado, o con las alas extendidas y el pecho atravesado.

Recién entonces, rabioso aún, vuelve a montar para iniciar el regreso.

Apenas pasado el tala, el gateado se encabrita ante una yarará y se levanta sobre las patas traseras, relinchándole al terror.

El jinete despedido cae ensartado sobre las lanzas del árbol, con los brazos abiertos, implorando una misericordia que su propia soberbia desconoció. 

Tarde, el caballo vuelve, sudoroso, a la querencia. El viejo Gauna, presintiendo la desgracia, organiza rápidamente a los otros para campear al patroncito. Cuando lo encuentran, los caranchos ya le han comido los ojos.

Junto al tala seco se planto una cruz.

La peonado, sin embargo, se persigna frente al poste de ñandubay. 




------------

en Historias del monte. Cathedra. Buenos Aires. 1995. Páginas 26-27.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

un sahumerio de jazmín

Falté a casa docenas de horas estos días, de modo que antes de dormirme enciendo una vela a medio hacer de las semanas pasadas. Saco una car...