miércoles, 29 de abril de 2020

Olvido, saber y vejez. Los dos tiempos de las imágenes en Antonio Gasalla.






Cuando hacía el personaje de Mamá Cora en El palacio de la risa, Gasalla imprimía al delirio de la vejez un áurea de abrigo y sustento. Desde la puerta de calle, la cámara seguía a la abuela a través de las habitaciones. A su paso iba desordenando la frágil estructura familiar y dando lugar a todos los enredos que proseguirían durante lo que durase el sketch: colgaba el teléfono en que Felipe esperaba la dirección de Emilse, extraviaba a Clotilde, y maltrataba al novio de Amanda en nombre de ella misma, su prometida.



Al llegar a la cocina se ponía a amasar y cebar mate. En la toma de 1994 en que Emilse va al dentista, los personajes dicen que fuera hace mucho frío. Por eso ella le ceba mates a su hijo. El mate parece ser lo único que siempre va a funcionar, y no es menor que sea ella quien lo haga andar.



En una entrevista con Ángel de Brito de comienzos del 2018, Gasalla respondía nuevamente a la recurrente pregunta de si el personaje había nacido con Esperando la carroza. Antonio explica que lo venía haciendo de antes, aunque de un modo más artesanal. En Esperando... se incorporó la máscara facial que llevó durante la filmación. Quitarla demoraba más tiempo entonces que colocarla. Por eso no podía sacársela en el entremedio de las escenas. Mientras el resto del elenco almorzaba, la abuela se sentaba en un cordón. A la gente le daba pena y le alcanzaba comida.



También le preguntaron por qué vivían en Ramos Mejía cuando eran chicos. Dice que un médico había propuesto curar el asma de su hermano haciéndolos mudar a una localidad por donde pasara el tren. Ahí lo hacía dos veces al día, durante las cuales había que estar con el chico en la Estación cuando pasara para que aspirase el vapor. Casi puedo ver a los hermanos corriendo para evitar perder un tren que no tomarán.



La escena comienza con el plano de ellos dos bajando por un camino de tierra y doblando a la estación. Prosigue con imágenes de sus rostros que demuestran preocupación mientras doblan hacia la Estación. El tren ya se divisa desde lejos, y se oyen los reproches entre ambos que conforman el bullicio de la infancia. Llegan rápido. Averiguamos para qué corrían cuando finalmente el menor es tomado por un humo blanco que lo cubre. Un fotograma de Esperando... o de Dos hermanos.



El otro relato conmovedor de Gasalla en Los ángeles de la mañana tiene que ver con los shows privados en que el personaje de la Abuela es contratado. Para algunos casamientos le piden que asista caracterizado. Si me pagan lo que pido, voy, decía entonces. Conversa con los invitados luego de entrar sin anunciarse, les va preguntando si es rico o no lo que comen y así.



Una vez la novia le pidió que entrase inmediatamente con ella. Fueron al escenario y se sentaron ahí a charlar. Era la segunda vez que se casaba, con el mismo hombre. Al rato vino el marido y pidió permiso para sentarse. Charlaron un largo rato, y hasta los hijos del matrimonio, adolescentes, se colocaron en cuclillas delante de ellos. Armaron un pesebre. Pobre gente, no habrán tenido una abuela y tuvieron que alquilarla.


















Algo bonito en cómo la Abuela se confunde al atender el telefonillo de su hogar es la capacidad para creerse visitada por innumerables personajes de la televisión, la fama y el éxito. Cuando preguntan por Elsa y ella piensa es Bielsa, el del fútbol, renueva un gag que, durante los años del envío televisivo, se fue repitiendo como marca. Dulce es pensar una casa como espacio digno de ser visitado. Esta es la equivalencia que ese error supone debajo: si hay una casa, hay posibilidad de ser visitados, ya sea por Adrián Suar, Osvaldo Laport o Monseñor Laguna. La Abuela no se cuestiona la identidad de esa casa, su anclaje social, cultural o económico. En su aparente senilidad, deja pasar la fama por su puerta, como si en la mente de Abuela la palabra casa pudiese equivaler siempre a un punto de referencia intensa, fuerte, capaz de convocar sobre sí estas visitas de lujo que ella enaltece ante sus convivientes pidiendo se comporten mejor "no ves Felipe que está Pappo acá". Esos malentendidos involucran la manera en que Gasalla decidió actuar la vejez, pero también permiten entrar otras creencias, las de una vida digna porque se sabe estable, continua y capaz de todo.





¿Se nos dice entonces que debemos confundir esa estabilidad, ese poderío, con la vejez? Hay, es cierto, una imágen de trascendencia, una licencia, que Gasalla compone sobre la Abuela. Ella puede, ella tiene permiso. Esa es la contracara de la invalidez y fragilidad no solo supuestas, sino también actuadas en esa anciana. 





Entonces, la cámara sigue el andar lento de una vieja mientras llega al portero. Es parte del ritmo que el teléfono suene, ella tarde en atender. Hay confusión al atender ese teléfono, sí, pero además también hay lentitud, demora. El error como dispositivo. (¿Cuánto puede la vejez equivocarse?, esto es, ¿cuánto puede cuestionarnos?)





Cojea unos momentos hasta llegar. Una inmemorial operación de la cadera (de la que "yo no quedé bien"), producto de un accidente de colectivo muchas veces relatado, historiza esa falla del cuerpo. La Abuela no posee sobre sí mayores problemas físicos. Su senilidad, su poética del error, se aloja entre los pensamientos y las palabras, en la imaginación. Ella es una mujer que imagina mal, esa es su marca. Su cuerpo mientras tanto posee todos los signos de sobrevivir, a la vida que ella vivió (¿cómo habrá sido? ¿con quiénes? ¿dónde?), sino también a esa imaginación. Un cuerpo que sobrevive bajo la sutura de un punto, de un centro, en esa cadera. 





En su vida, Antonio adquirió diferentes problemas de rodilla al crecer que le harían cancelar contratos, suspender funciones y abandonar temporadas. También mientras crecía adquirió la lucidez y poca paciencia de su personaje que, en cuanto es desatendida o desobedecida, no duda en insultar a familiares, vecinos, invitados o comerciantes. Del mismo modo, este verano Antonio se enfrentaba a un notero de Los ángeles a la mañana señalando que preguntaba "cosas que no te importan". "A mí me importa" decía el insoportable sonriendo, disimulando lo evidente. Antonio miraba a la calle, a un costado del notero, a un más allá de la cámara (un más allá que, curiosamente, también la incluía, tal como en la actuación sucede) y respondía con simpleza "No". Ese no, en su desnudez, es el gesto resumido de un rechazo, el signo de una maduración.





Ser viejo puede ser una forma de decir no. Más aún, en la parábola de Antonio, la vejez debe actuarse antes de vivirse. También, la vejez tiene una dimensión representada. O mejor, no se puede crecer si nos muestran cómo.





En este sentido, los que nos interesan son pequeños mundos, cerrados en sí mismos bajo la forma de un hogar. La vecindad, la casa de la Abuela, el departamento de Soledad. La cámara devela esos retablos breves, que se van extendiendo y manteniendo en los años, con sus personajes dentro. Van quedando en el tiempo, como barcos que navegan para ser la intrusión de un tiempo en otro aunque las imágenes siempre sean cercanas, no hay otro modo.





Son vidas pequeñas, en cuya representación se ilumina uno de los aspectos más opacos de nuestro saber sobre el mundo. Hay pocos espacios donde se desarrolle una pedagogía del estar-acá. Las imágenes son uno de ellos, y este es el aspecto que más potencian estas poéticas en particular.























Durante una de sus incursiones como la Empleada Pública en Showmatch, Gasalla propuso a Marcelo Tinelli uno de los juegos en cuyas destrezas ya había utilizado el personaje antes. Con la excusa gubernamental que fuese, la Empleada exigía al ciudadano se quitase la ropa. La pantomima debía continuar hasta el borde del ridículo, cuando la persona, a punto de llegar a la desnudez, se defendía y tapaba, se quejaba y ofuscaba. La Empleada seguiría entonces inconmovible, a veces forzaría, y otras pediría con lascivia. Mucho más seductor que Marcelo, un aquejado ciudadano interpretado por Sebastián Borras era desnudado década atrás junto al personaje. 




Sin embargo, ahora, dedicada a desnudar a Marcelo, el pedido se hacía con profesionalismo esta vez. Invocando la pretérita condición de "dueño del show" que solemos asignar a Tinelli, podemos suponer que Antonio informó a Marcelo sobre la representación que comenzarían, por más que se entregasen luego al vivo, las nivelaciones del raiting y, también y no menos importante, los demás miembros de ese retablo. En ese marco, el striptease de Marce es medido, controlado, seguro. Todos son un poco prudentes respecto a ese cuerpo, creo que incluso la propia Flora lo toca con cuidado y respeto. Mientras, Marce se quita las prendas en un baño de humildad, haciendo de tipo común, que tan bien le sale, hermanándose con el público a través de las estratagemas que han ordenado su discurso estos últimos años.





Todo va y viene hasta que, hacia el final, surge un nudo en la historia. El forcejeo era necesario en este sketch, antes y ahora. Recordemos de todos modos que, a diferencia del desnudamiento de Borras propiciado por Flora en compañía de Norma Pons, ahora tenemos a Gasalla solo, sin un actor delante sino apenas un famoso conductor, en el vivo de un programa ingobernable. ¿Cómo terminar entonces? El detector de metales suena sobre el bulto de Marce: preguntarse cómo seguir la fantasía, cómo seguir mintiendo, es preguntarse cómo seguir sin mostrar lo que no puede mostrarse. 





Pronto lo sabemos. Conductor y humorista extienden el sketch en directo hasta que un Marcelo en ropa interior comienza a correr. Flora ha pedido ayuda a algún masculino para que revise el miembro de Tinelli. Ella sigue pidiendo en ascéptica autoridad estatal. Flavio Mendonza, que a la saga hizo en esos años de enamorado del empresario televisivo, se ofrece gustoso y da su cuerpo a la escena. Entonces comienza una persecución, una huida de Tinelli, en la que Mendoza y Flora le siguen. Marcelo se oculta momentáneamente en los controles y hasta allí llega la autoridad pública a exigir la revisión. "Que te vea" le pide. "Que muestre", indica Flavio. "Mostrá", insiste Flora. "No voy a mostrasr". Por sobre el forcejeo verbal comienza un forcejeo físico. Están en un pasillo. Es angosto y las cámaras no acostumbran a filmar allí.





Por eso el suceso ocurre de espaldas a nosotros, de una forma opaca, que no terminamos de ver. Es un segundo, luego del cual los tres niños involucrados cambian sus tonos de voz, los modos de sus cuerpos, incluso sus miradas. Algo en sus actuaciones se trastoca. Sus personajes son conmovidos por un fulgor que proviene de otro sitio. 





"No, no, ya está, porque ya mostré y de verdad", anuncia Marcelo de una forma que escapa por un ratito de la risa y la parodia, para ubicarse en otro registro. Hay sonrisas de Flora, alabanzas de Flavio y una posterior confesión de parte del coreografo entonces jurado: "Hacé conmigo lo que quieras, te trabajo gratis toda la vida ahora". 





Parece ser que sí, que efectivamente, uno ha visto y otro ha mostrado. La representación termina allí porque han tocado un límite. Qué hacemos con ese límite, es decir, ¿qué entendemos que pasó? ¿Flavio forzó demás el boxer de Marcelo? ¿Flora se lo bajó como hacía con sus actores? ¿Marcelo quiso, en generosidad u orgullo, mostrar?




Esta escena, ex-céntrica al mundo que Gasalla supo cuidar y sostener, toca la posición de los cuerpos como verdad en el teatro, pero también a la imaginación como vía de llegada a la realidad. Jugando a imaginar, los niños se topan con lo real. La investigación sexual, decía Freud, es la sana pulsión de saber que caracteriza a los niños, quienes por lo demás, se la pasan jugando como hacen nuestros tres personajes en esta media hora de sus trabajos. Curiosos e investigadores, no duda en llamarlos el autor alemán, porque el saber que buscan nunca es un saber transtivo: la búsqueda pulsional es tal y tan fundamental que saber aquí es ya intransitivo.



La aporía de la actuación es la unidad del cuerpo. Al menos su pretendida unidad. La actuación se carga en el cuerpo, al modo en que Norma Pons siempre hizo, una y otra vez, de Norma Pons en esas imágenes. Al modo en que Gasalla hace, necesariamente, de Gasalla a pesar suyo. En una entrevista de Infama o Confrontados, Antonio dijo con mucha lucidez que si a él le piden hacer de él mismo, no sabe qué hacer. Es cierto, pero tanto como que Gasalla es el resto nominal de todos esos personajes. Al punto que su poética puede arrastrase, con sus cuotas de vida, a estos sitios inhóspitos. Entonces por momentos pensamos que el cuerpo tiene que ser el que es para hacer lo que hace. Pero de nuevo, ¿cómo es un cuerpo el que es? Del lado de Marcelo, el cuerpo también debe portar lo que porte entre sus piernas para ocultar/mostrar lo que oculta/muestra.



El asunto con nuestra anécdota es que los tres parecen sorprenderse ante aquello que encuentran. La sorpresa no pasa tanto porque haya mostrado / hayan visto como porque eso esté ahí. Entonces el acontecimiento radica en un saber del cuerpo, un encuentro con algo real que también sucede en televisión, entre cámaras, mientras se actúa.



En los noventa, hubo un sketch de la Empleada donde China Zorrilla hacia de una actriz uruguaya muy querida por el público que pretendía saludar al presidente. Gasalla y Norma Pons hacían de funcionarias que retrasaban ese ingreso. Todas lucen hermosas en sus papeles. En un momento, la fascinación del pequeño Antonio (¿o es Flora?) se asoma al preguntarle a China si no es cansador ir cada noche al teatro. Ella niega, en absoluto, alegando que actuar es entrar en un recreo: "Cansador es todo lo otro".














Las poéticas de la vida cotidiana, los mundos pequeños de casa de la Abuela. Ante estas historias la pregunta metodológica más importante que podríamos hacernos es, ¿desde dónde se sostiene la vida cuando se sostiene? Esto también es preguntarse, ¿qué condiciones necesita la vida para ser tal?





Se trata de volver una pregunta (¿hay vida sin cotidianeidad?) en un interrogante por la forma de la narración. Ante un relato podríamos pensar si el cotidiano es mostrado o escondido. ¿Se escinde ese cotidiano? ¿En pos de qué se lo escinde? ¿Pueden los relatos hacerle ole a la domesticidad de la vida? ¿Puede haber vidas no-domésticas? De nuevo, ¿es qué puede haber vida sin domesticidad? Las narraciones de la vida que ocultan ese aspecto, ¿qué nos contarían?





La forma en que se sostiene el relato de un día debajo de los sucesos maravillosos que cada sketch está destinado a contar. La búsqueda de un efecto de realidad que no está aquí asociado al espacio y su descripción como nos enseñó Barthes, sino a un tiempo y su transcurso. Los sucesos se mueven como si fuesen la descripción de un tiempo. 





Los vídeos nos muestran representaciones sobre cuyos bordes rebalsa el tiempo, generosamente ofrecido para que pueda tener lugar la repetición (el argumento) en cada nueva filmación. La gracia que Gasalla trajo del teatro a la televisión fue la capacidad de presentar esos fragmentos filmados como tales, como imágenes desprendidas de una continuidad, como si la cámara fuese ahora un escenario en lugar de un mecanismo de filmación. Sin muchos cortes, algún plano secuencia enterito o casi. La mirada no es omnipresente sino doméstica, situada en el margen de aquello que permanece ante la mutabilidad. Esa familiaridad transmiten aún las imágenes, y en ello hayamos fuente de tranquilidad y regocijo puesto el idilio no es tanto con una vida que pueda cambiar, sino con una que pueda permanecer.





El encanto de estar vivos no radica en el acontecimiento, sino en su permanencia, en sus remansos de estabilidad, en el tiempo exacto, enorme, dichoso en que la madre de Soledad se sienta a tomar mate. Nunca tiene que ir a ningún lado, siempre está ahí en esa mesa, tomando mate. Sin ella no habría trama, no tanto en el sentido argumental de los sketchs de Soledad en aquella época como en tanto que tejido, amarre, anclaje, solidez.





Las estéticas de la vida cotidiana comprenden el día como medida justa de las transformaciones. En él siempre habrá peligros y posibles maravillas, más todo podrá volver a su cobijo seguro. La casa de Clotilde, el departamento de Sole y su mamá, donde siempre seguirá habiendo tiempo porque en estas representaciones el tiempo no se gasta. Esa es la maravilla. Acá el tiempo no se gasta. Los personajes están sumergidos en la vida sin gastar el tiempo, sino usándolo, es decir, haciendo uso de él sin que pierda brillo, sin gastar, sin desgastar.





Entonces el plano se abre en medio de esa tranquilidad. La vida no hace ruido para estar. Al contrario, sostiene su feroz pulsión en otro estado, el de quien llegó para quedarse.





A partir de allí, lo que existe una forma particular de nostalgia ejercida por la vida en la propia vida. No es el producto de un abandono tanto como de un olvido.





Se trata de un poder alojado en las imágenes. Tiene la forma de una mirada. En ella hayamos la profundidad propia de la potencia que se aloja en «vida».





La mirada nos permite recordar cómo una vida es tal en la medida en que se desconocen los alcances de su potencia. Su presencia en el relato libera una posibilidad imaginativa no limitada, imposible de determinar con antelación. La nostalgia restituye esa potencia. Se trata de un señalamiento, al modo de un giro de cabeza que permite observar ese hecho por vez renovada.





Poner en abismo significa hacer centro, dar centro, pero también elaborar un vacío, un abismo, por el cual lo representado adquiere profundidad. Aquello que se desplegaba horizontalmente frente nuestros ojos, adquiere entonces hondura. Desde ese espacio nos interroga.





Una puesta en abismo acostumbra a sostener una enunciación interrogativa: ¿y esto qué es?. La nostalgia, en cambio, trabaja suavizando esa pregunta porque el sujeto ya sabe el qué aunque se sienta momentáneamente alejado. Las imágenes alejan y devuelven al sujeto, en un movimiento pendular que es propio de su forma de vincular temporalidades. Las imágenes siempre tienen, al menos, dos tiempos.









el andén provinciano

  Me acomodo a escribir en el calor reciente de la cocina. Los últimos días hago panes por la noche, cuando voy cerrando la jornada y la tib...