lunes, 22 de mayo de 2023

la fauna tibia

 sobre Corteza de Romina Panozzo. Editorial La Hendija. Paraná, 2023


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Me llaman la atención algunas imágenes. No las espero, me sorprenden. No dejo de pensar que ahí hay algo que podríamos atender. Me llaman la atención en su presencia esquiva algunas imágenes de estos poemas, como la de las arvejitas de agua que se acarician en un texto dedicado a la ruptura, los amores sin destino, el recuerdo que no hace melancolía: “Pienso en todo esto / no para caer en la melancolía / sino porque necesito tocarlo / como a esas arvejitas de agua y el camalotal / que siempre quería tocar cuando íbamos a remar / tocarlas nomás, sabiendo que no son mías” (...). ¿Qué hacen esas pequeñas plantas de río ahí? El poema superpone su forma y la del recuerdo tratando de hacer una entre ambas. Entonces las arvejitas de agua son por un lado aquellas que ella tocaba mientras iban a remar. Pero por otro, también son el elemento de la comparación del poema que permite encontrar un término con que medir (comparar) los pensamiento que componen “todo esto”. Todo esto es, en la forma de este poema, la estrofa anterior y el vínculo que se tuvo: “todos los campos que recorrimos, soñando / que alguno de ellos sea / un día, nuestro lugar”. Estrofa y vínculo, poema y pensamiento son uno, o al menos eso aparentan. 

En esa estrofa anterior el poema dice todavía incluso dónde estaban esos campos (“Diamante y los pueblos aledaños”) impidiendo nos perdamos, manteniendo unidas la anécdota, el vínculo y los poemas. ¿Será el yo una anécdota? ¿Puede ser otra cosa? La voz poética no atiende solo a unos pensamientos que llegan y que el poema traduce en forma, sino que busca conservarlos en su propia forma mientras el poema los fija, aquieta, observa, comparte, cobija. Entonces me pregunto, cuando me llaman la atención algunas imágenes, ¿qué clase de poemas son estos? El recuerdo vuelve y trata de explicarse a sí mismo. Los datos del vínculo, allí donde estuvimos, se menciona sin tapujos, evitando el enmascaramiento de toda voz y permitiendo imaginarnos pronto lo que se ha soñado tener en algún momento:  “una ribera de mates, al hilo / largas charlas que bordeaban el agua”. No solo aquí, sino en otros poemas donde los datos siguen apareciendo: “Hablemos, te decía / y hablamos mucho tiempo”, en uno donde conversar no les alcanzó para seguir juntos. O en otro donde se recuerda al otro en la repetición del acto cotidiano: “levantarte a la mañana temprano / leer con unos mates mientras disfrutas de ver amanecer”. 




Son varios los textos donde la voz parece volver sobre rupturas, recuerdos, explicaciones, aceptaciones que hacen a otros. No solo a parejas, sino también a abuelas y hermanos. La segunda persona está cerca en todo momento, aunque pronto deja sóla al yo otra vez que debe sumergirse de nuevo “incesante / hacia el fondo más íntimo de mí misma”.

El fondo más íntimo. Me llaman la atención las imágenes que conmueven la intimidad, la desplazan, provocan transformaciones en la manera en que podemos pensarla y sentirla. Las arvejitas de agua explican unos pensamientos que retornan para ser tocados pero sin hacer pertenencia: “tocarlas nomás, sabiendo que no son mías”. ¿Cómo es esto? ¿Aquello que soñamos no nos pertenece? ¿Qué sucede en el encuentro con los otros? ¿A quién pertenece lo que allí pasa? A medida que la intimidad se desplaza, también se corren de lugar los discursos posibles sobre el amor que aquí es tratado a la manera del curso de agua, algo que sigue más allá de mí. ¿Entonces…? ¿Qué queda en la intimidad, en el fondo? La imágen de un fondo más íntimo abre la profundidad, insiste en hacerla más grande, superpone fondo/intimidad para que se caiga más abajo. ¿Hasta lo que sí nos pertenece?

En la primera parte de Corteza, Romina deja unos textos reunidos por la idea de una “casa aún”, donde el último de esa sección nos da el nombre: “Y si en el espacio de la noche / que se pretende infinito / percibo / que me he quedado desierta / tengo la oportunidad de trocar / aun por aún / y descubrir que, sin darme cuenta / la casa se me ha poblado” (...). El ejercicio es propio de muchos de los poemas de este libro donde las palabras se vuelven reductos donde no todo está cerrado sino que puede todavía abrirse un poco más. Así una tucura viene a nosotros en señal de ser nuestra cura (tu-cura), o el amante que gusta de ver el amanecer ama nacer. La sagacidad de la voz para apropiarse de esos quiebres de sentido es mucha, y de ello seguimos que en estos poemas la intimidad no es tan simple como parece. Así quien se encuentra en la noche desierta (de nuevo es la figura del fondo íntimo, la superposición adjetiva que intensifica una sensación…) vuelve a poblarse mediante su voz trocando aun por aún ganando así un margen de tiempo y espacio. Entonces se pregunta:


¿qué haremos cuando se abra 

la casa del corazón

y no tengamos otra opción

que entrar? 


Entrar a puertas sabiendas

del riesgo

pero si el corazón se ablanda al partirse

esa piedra ya no será esa piedra

sino un animal cálido que respira

mientras lo acariciamos

(...)


En el fondo más íntimo de sí misma, casa aún. La pregunta era qué me pertenece, y la caída demuestra que mis territorios son más extensos de lo que sospechaba. Desarraigadas de lo que creíamos sería nuestro (“todos los campos que recorrimos”), volvemos a tocar lo que no nos pertenece (“tocarlas nomás, sabiendo que no son mías”) para llegar a donde “el corazón se ablanda al partirse”. Y en ese verso el corazón no se parte al partirse, no se quiebra, sino que se ablanda… La piedra también se troca, como las palabras, por un animal cálido que respira.

Las modulaciones de la voz han tenido, a lo largo del tiempo, mucho que ver con las posibilidades de nuestra intimidad. Por eso ahora que algunas dicciones de los modos de vida se resquebrajan, las voces poéticas vuelven a intentar encontrar las poblaciones que se abren cuando no nos queda otra que entrar a la casa del corazón. En esa línea leo estos poemas, donde me llaman la atención algunas imágenes, algunos posicionamientos del yo, algunas preguntas como en los textos que estos mismos años, los años en que se escribía Corteza, han hecho y puesto a circular de distintas maneras Laura Martincich, la Cristi D’Angelo, Julia Acosta, Pamela Villarraza por ejemplo. Pienso también en algunos momentos de la obra poética/audiovisual de Fernanda Álvarez donde la casa descrita en “Yanomora” se vuelve, necesariamente, su propia casa en la pieza de vídeo que repone en el poema. Encuentro en esas voces, en esos nombres, formas de sostener la vida propia en estado de pregunta, sorpresa y no-pertenencia que me maravillan y hacen pensar.

¿Por qué Romi hizo poemas con sus recuerdos, sus amores, su familia? ¿Por qué esos pensamientos se encabalgaron en versos, volvieron preguntas, insistieron por conservar una forma? Nuestra vida no era, después de todo, como la esperábamos. Pero todavía podemos poblarla trocando un léxico por otro. Nosotras seguimos siendo la fauna tibia, los únicos animales con intimidad. 





jueves, 18 de mayo de 2023

millones de poemas y estrellas


sobre La casa de las luciérnagas, de Rosa Cedrón. La Ballesta Magnífica. Buenos Aires. 2021

con fotografías de Daiana Vera y Marisa Negri


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Un verbo viejo utilizado nuevamente para cercar y rodear el oro. Tres vocales sin acento en el verso, la o, la i, la a. El acento grave, llano, sobre la u. Una sola a, una sola i, una sola u. Dos o para un término pequeño, gastado, denso. No nosotros rodeando el oro, apresándolo. Al revés, él cercándonos a nosotros. Un verso fino, de cinco sílabas, hecho para repetirse haciendo de estribillo a una canción mínima. El cerco del oro encierra el verso central entre sus repeticiones: “Oro circunda / náufrago del amor el que no ha llorado / oro circunda”. Será casi un hipérbaton ese verso central, además de un dictamen. Si ese verso solo fuera “náufrago de amor”, sería con todo y diptongo un verso de las mismas cinco sílabas que el anterior, aunque amor, aguda, nos haga sumarle una… y entonces nos dé seis sílabas musicales, iguales a las seis que posee, diptongo y todo la otra mitad del verso “el que no ha llorado”.... Sin embargo, así como está resulta un endecasílabo. La difusa memoria de un soneto instalada en medio de los tres versos que sí recuerdan otro tipo de formas antiguas y lejanas, las rompen a su alrededor. 


Oro circunda

náufrago de amor el que no ha llorado

oro circunda.


En náufrago, la tilde que aparece ahí sobre la a para que entre al poema con más fuerza incluso ese conjuro. No maldición, no, sino apenas un juicio sobre aquel que no ha llorado… ¿por amor? ¿Cómo se puede naufragar del amor? ¿El amor sería una barca, un mar, una tormenta? ¿Por qué rodear esa apreciación, esa conclusión con el oro? 

Hay tesoros a nuestro alrededor aunque lloremos. El oro nos sostiene, da forma a las tablas en que navegamos. La voz ha tomado una decisión, ha querido continuar acompañada, llevada por el oro hasta donde no sabe: “Que nuestros hijos vuelvan a ver / en el trasluz / de ese árbol / que nunca muere”. ¿Cuánta dulzura, cuánta humildad se necesita para dejarnos llevar? Alrededor el oro, la madre, la belleza, el amor, la nieve. Dentro nosotros que nunca salimos del útero del mundo, y a veces lloramos.




Vuelvo a abrir este poemario y me pregunto por la precariedad y la multiplicidad. Pobres, poemas, delirios, ¿cuánto puede crecer a nuestro lado? Hijos, vínculos, trabajos. ¿Estamos en paz con todo lo que procreamos? La tapa reproduce un dibujo de Rosa Cedrón ("La vía láctea") donde los renglones ya no soportan letras sino puntos de colores. Naranja, rojo, rosado. Azul, celeste. Verde oscuro, claro. Grises. Líneas, asteriscos, puntos, orbes difuminadas. Incluso algunas de ellas con líneas que salen de sí, al modo de las madejas, los espermatozoides o las hilachas.

Ese dibujo escolar recrea la simplicidad y contemplación con que dentro se insiste en la abundancia del mundo, la madre, la noche, el propio cuerpo. Ese dibujo posee además algunas cualidades que la forma de los poemas tendrán. La aparente simplicidad, el trazo rápido, con inmediatez, por un lado. Pero por otro, la contigüidad. En los poemas de Rosita las imágenes se acercan unas a otras, tratando que el léxico se confunda por aproximación. En este sentido los poemas hacen, como el dibujo, constelaciones precarias, mapas sin destino, órbitas breves:


La anciana sale al patio a ver la luna.

Blancas flores nocturnas.


Blancas y nocturnas quién, ¿la anciana, la luna, las flores? La adjetivación doble, tan propia de estos textos, atrapa las flores pero en su inmediatez cubre tanto a la anciana que sale como a la luna vista. Pero también imágenes de difícil imaginación: 


Hoy puedo bañar tu rostro 

con rosas de nieve.


donde el recorrido es rostro-rosas-nieve y una finura procede a otra, un preciosismo a otro, hasta volverse imposible. ¿Cómo sería bañar un rostro con nieve?  ¿Qué tipo de texturas se encontrarían en ese contacto? Sin embargo, esos procedimientos no se encuentran solo en las obras pequeñas, sino también en los poemas más extensos:


El padre del padre


La cima

es para nosotros

alto revoloteo de nubes.


Eclosión de un lenguaje aún desconocido

te llevo de la mano

precario miedo


caigo

subo

te llevo de la mano

todo pasado se vuelve universal.


La ascendencia es la cima donde hay nubes, estableciendo a través de la imágen un abajo y arriba que el poema ya no abandona mientras continúa. El padre del padre es una cima, entonces caigo y subo, te llevo de la mano para que bajes y subas. Yo no conozco la cima, alto revoloteo de nubes, lenguaje aún desconocido, precario miedo. Hasta la hipérbole, pasado universal, un sitio al que se llega con naturalidad y claridad en estos poemas:


Madre, sabio fue tu cuerpo entre la luz

bella desnudez, la carne maternal.

Alimento del crepúsculo, sagrado aroma

y el sonido de tu soliloquio

al alba tus movimientos

significativos solo para Dios

engendran cada vez seis hijos

seis millones de hijos.


Entre un verso y otro algo ha estallado, la cuenta se ha desencajado y el resultado es mayor al esperado. Aquello que la madre ignora, la hija consigue saberlo. Tú no nos has tenido solo a nosotros, sino a todos nosotros. La universalización de la madre, hasta ponerle nombre al procedimiento me parece exagerado, es continua, permanente a lo largo de La casa de las luciérnagas. De este modo se consigue ampliar el yo de una manera inesperada, puesto que si mi madre es madre de millones, ¿quién soy yo? ¿una, un millón? 

Quiero detenerme en este punto porque entiendo allí hay alguna clave que nos permita entender cómo la poesía de Rosita consigue volver de un modo diferente sobre operaciones del yo que ya nos habían parecido cansinas en otros momentos de la poesía argentina. En su constitución estos poemas parecen no querer retener y situar un yo sino nuestra experiencia a través del yo. Aquello que solo nos puede pasar atravesando el cuerpo de una madre. Porque aunque parezca infinita, la cuenta tiene un ritmo: los movimientos significativos engendran seis hijos, seis millones de hijos, es decir seis tiempos, seis veces, seis ritmos. A la vez que se amplía se delimita:


Mediatarde

un niño golpea graciosamente la nieve

la niña camina suavemente

comiendo una manzana.


Dos caminos

el de la gracia, el del amor

caleidoscopio, corazón de mujer.


Niño-nieve, niña-manzana, dos caminos, gracia-amor, caleidoscopio-corazón. ¿Qué orbes trazan entonces estos poemas? Todo el tiempo que paso en La casa de las luciérnagas es confuso y desordenado, pero a la vez también diáfano. ¿Cómo se detiene una voz? A veces quisiera que la cascada de imágenes se detenga, pero al mismo tiempo no puedo dejar de observarla. Cuando parece que ya todos los personajes aparecieron, un nuevo recodo se abre y entran los niños, el hospicio o la nieve a sumarse al diccionario. La forma de aparición y desaparición que tienen las imágenes en los poemas las acerca a lo que conozco de la poesía infantil donde la levedad es precisa, sugerente y aparente. 

Aquí hay una claridad que experimento pero no comprendo. Quiero entenderla. La lectura de poesía es la ocasión para preguntarnos por aspectos de la vida que no solemos atender. ¿Cómo hizo Rosita para traducir de este modo la experiencia? ¿Cómo es la mirada que arma tejidos novedosos a su alrededor?  

“Mi madre tiene los ojos negros / llenos de estrellas”  dice para aproximar la negrura de la noche con las estrellas y hacerlas caber en el rostro de la madre, en sus ojos, donde está todo el mundo, toda la posibilidad, incluida la noche y las estrellas. Pero enseguida escribe abajo, como firmando el poema dentro del poema, deja un espacio y en el verso de abajo va y escribe a la izquierda “Yo, la Reina” y pone punto como si no estuviese segura de lo que pasará cuando ella salga del poema y fuese necesario atar el nudo dentro como hace en tantos otros textos donde su amén, su ayúdame, su exclamación de libertad o un nombre propio cierran la apertura. 

Mi cuerpo ocupa todo el tiempo y el espacio: “caen las hojas / llueve en mi corazón”, “en una gota de rocío / yo”, “cuerpo leal / esta es mi casa”, “siglos de ausencia de la mirada del Padre”, “va a nevar / la nieve es la menstruación”. Solo entendiendo los mecanismos del mundo puedo comprender los míos, sólo en mí puedo comprender el mundo. Millones de poemas y estrellas dice ver cuando por la noche se acuesta boca arriba sobre la tierra. Ojos generosos que nos devuelven una multiplicidad pérdida.

Tal vez además de orbes y mapas, el dibujo de tapa pueda representar una biblioteca posible. Novedosos ordenamientos para la poesía argentina, donde una voz niña-vieja hace puntillismo con el diccionario hasta descolocar  nuestra lectura. Nieve parisina junto a la luna de Camet. Madre junto al Cosmos, Amor junto al Aconcagua, ojos junto a estrellas. ¿Cuántas voces hemos dejado fuera de nuestra modulación? ¿Cuántas lecturas secretas son todavía posibles? ¿Cuánto cabe en el millón?  

Mientras las grandes cantidades no parecen causarle temor, a mí sí. A veces me asusto al ver por mucho tiempo reels de instagram, o muros donde se reproduce muchísimos poemas, uno tras otro, propios o ajenos. No sé si está bien que me moleste, sólo sé que a veces quisiera acortar las posibilidades. Hay tantos poetas a cuyas obras no he entrado todavía. Me compro libros que no leo por años. Creo que uno siempre tiene que tener cuidado de no ver solo poemas, sino también estrellas y a la inversa. 


Pero así como mi cuerpo se enaltece, el mundo puede empequeñecerse. ¿Se trata de un ajuste de medidas todo el tiempo? Los poemas refieren acciones humanas, cotidianas. Gestos que abarquen largas distancias: “Me espera una montaña de nieve para planchar”. Y también: “En el vidrio de la ventana / he dibujado una montaña”. Y al mismo tiempo: “Hoy el mar está verde / es que sueña con mi muerte”. O cuando dice “al alba me levanto” y le alcanzan solo dos versos para llegar a que “un pájaro me está esperando”. No tiene límites ese mecanismo, tic tac del reloj: “He prometido que me comería ese mar”, “Morí para entenderte, Elena”. 

¿Qué tipo de promesas son éstas? ¿Quién promete todavía imposibles? ¿Qué tipo de mutaciones debe soportar el yo para declararse reina, verse en las estrellas, comerse el mar? Los apuntes se desordenan, no consiguen un amén preciso que nos permita comulgar con lo que tarde hemos recibido. ¿En qué años se habrán escrito estos poemas? ¿Por qué no los conocimos antes? ¿Qué estamos dispuestos a prometer cuando escribimos?  


un sahumerio de jazmín

Falté a casa docenas de horas estos días, de modo que antes de dormirme enciendo una vela a medio hacer de las semanas pasadas. Saco una car...